jueves, 30 de diciembre de 2010

Quería llamarme Javier

Por Martín Estévez

En el parque temático del Infierno flota tu pelo. Ya sos lejos, entropía, asesina de lo azul. Anoche llovió en el mar y no estabas. Nunca estás.

No decido caminar cuando camino; decido cuando te pierdo. Sos caminar porque tus piernas me cantan bajo. Suspiran. No decido nada cuando decidís. Pierdo.

Quería llamarme Javier cuando era chico, pero nunca lo supiste. Ni de mis jaulas, ni de mis letras, ni de mi adiós. Todavía te miro mientras tus ojos surfean en la fuente. Vivos de tanta muerte. Huérfanos de verdad.

Nadia me convida de su cuerpo, pero no siento nada. El hambre no es una necesidad, sino un deseo. Vos seguís siempre en la fuente, o en un mar lluvioso, o en mis labios. Ni siquiera pretendo entenderlo. Seguís siendo todo lo que espero del mundo.

Anteanoche jugué al poker con Lautaro. Él también te recuerda leyendo Madame Bovary, pero no recuerda cuándo. Ni tus medias perpendiculares al Ecuador, ni el modo en que pestañeabas, ni cuando juraste amarme para siempre. Lucas no fuma desde que dejé de pensar en vos. Vuelve a pitar.

Vos estudiabas mecanografía sin sentido: nunca quisiste una máquina de escribir. Te conocí en un mes que no me animo a nombrar; no era mayo. Tenías algunas pulseras menos y cuatro caracoles en tu habitación. Yo dormía con alguien.

Un año después ya no cantabas a la mañana. Tu Navidad había sido la peor y dejaste de escribir. Te dolía. Yo seguía componiendo para vos aunque nunca me animé. Ahora me cansa tanto catalogar nuestro pasado que prefiero perderte.

Hoy doy la última materia. Sigo odiando Comunicación Social; la elegí por vos. Debería estudiar, y mentir, y olvidar. Pero estoy sentado con este lápiz, y tus ojos surfeando sobre esa fuente.

No soy yo desde que lloraste en ese bar. Esa noche asumí mi fracaso. Soy tan tristemente tuyo que me da miedo. Porque no estuviste. Porque nunca estás.

martes, 2 de noviembre de 2010

El peso de la langosta

Por Martín Estévez / Ilustración: Matías Arias

Gaby y Alberto están en su casa mirando un libro. Gaby es amiga de mi mamá y Alberto es su esposo. El libro está repleto de banderas. Yo tengo 7 años y los miro esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez. 

¿Ésta es de algún país árabe, no?”  dice ella. 
Puede ser. Siria o alguno de ésos dice él. 
Tailandia no es. ¿Y Pakistán? dice ella. 
¿Seguro no es de Europa?” dice mi mamá.
Mozambique digo yo. 

Y todos miran asombrados.

La situación se repite todo el tiempo. No el hecho de ir a lo de Gabriela, sino que me miren con asombro. Por exceso de tiempo libre, memorizo datos inútiles: diseños de banderas africanas, la programación de ATC, el plantel de Ferro, canciones de Los Rodríguez. El hecho, de tan cotidiano, me es indiferente.

Después, cuando llame tu mamá, pedile su número de documento me dice mi tía Elvi.
Dieciocho siete cuatro dos siete tres cinco le respondo sin quitar la mirada de la Croniquita.

Sin embargo, mis conocimientos no habían incomodado a nadie hasta esta tarde de domingo en la que Diego revisa las cartas de Lucha Fuerte con desdén. Diego tiene 14 años y es mi primo. Lucha Fuerte es un programa de catch barato que miro por televisión. Yo estoy en la mesa familiar esperando que vuelva a suceder. Y sucede. Otra vez.

Si te toca la carta de Gibor cantás la edad y ganás siempre se queja Diego. ¡Tiene 125 años!
Kruel tiene 140 digo con voz casi imperceptible. Y Robox, 150.

Y todos miran asombrados.

Treinta y cuatro segundos después, Diego ya me apostó 5.000 australes a que no puedo decirle todos los datos de las cartas. Está seguro de que en alguna voy a fallar. Acepto sin darle demasiada importancia.

El ninja negro. ¿Peso? dispara Diego.
82 kilos respondo.

El Charro Santana. ¿Estatura?
1,70.

Enrique Orchessi. ¿Levantamiento de pesas?
150 kilos.

Papa Pacífico. ¿Edad?
48 años.

Diego empieza a transpirar y a pensar en cómo conseguir 5.000 australes. Los otros ocho integrantes de la familia me miran orgullosos, deseando mi victoria. Soy el más chico, y eso genera simpatía.

Iván Kowalski. ¿Estatura?
1,78.

Rasputín. ¿Levantamiento de pesas?
143 kilos. 

El tiburón del Caribe, ¿edad? 
43 años. 

El triunfo está asegurado y sonrío haciéndome el canchero. No hay chances de perder. Queda sólo una pregunta y Diego la hace con resignación.

La langosta. ¿Peso?

La sé. Claro que la sé. Sé que la langosta pesa 73 kilos, cinco más que Don Pepo, 47 menos que William Boo. Levanto la cabeza con soberbia y veo a Diego molesto, herido, derrotado. Si hasta este momento las cosas que recuerdo no han hecho daño, eso está por cambiar. Diego está sufriendo.

Me detengo. Se hace un silencio. Un silencio largo. “Me parece que no la sabe”, susurra Chuna. 

Entiendo de pronto que, si respondo correctamente, si gano esos 5.000 australes sin esfuerzo, seré siempre un burdo buscador de asombro, un recolector de datos inútiles, un desdichado que solo querrá llamar la atención. 

Si respondo correctamente seré un cobarde que le temerá a la ignorancia. Durante los interminables años que me queden de vida intentaré acumular conocimientos por temor a que no me quieran. 

Si digo el peso exacto de la langosta, hoy me regocijaré sintiéndome mejor que los demás, pero mañana mi bolso lleno de datos inútiles estará vacío, o peor: lleno de ausencias y de soledad.

Si no respondo, en cambio, si digo un número cualquiera, si simulo que los nervios me derrotaron, si me permito perder, elegiré otro camino. 

Diego no se sentirá humillado por un chico de 7 años, mi familia no esperará que yo siempre sepa todo, no nadaré durante décadas en una infundada soberbia. 

Si respondo mal pierdo 5.000 australes pero gano libertad: me quito de encima las miradas, las obligaciones, la desesperación por mostrarles a todos que no solo sé que Qatar y Ghana son países, sino que también sé que jugaron el último Mundial Sub 17.

Dejo la cucharita, dejo el bizcochuelo y los miro a ellos, a nueve personas que no saben que en este momento estoy definiendo buena parte de mi vida. Que, en el instante en que responda, estaré condenándome a acumular millones de datos inútiles para caer bien; o decidiendo una vida feliz donde no me importe la mirada de los demás, donde no me sienta avergonzado por mis defectos.

Respiro. El silencio ya es insoportable. Diego está por insultarme y siento calor en la cara. El momento llega. Alguien mueve una silla. Respiro de nuevo. Miro al vacío e intento que no me tiemble la voz.


73 kilos respondo.



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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran.

lunes, 25 de octubre de 2010

El amigo que perdí

Por Martín Estévez

Ya en primer grado supe que me esperaba una vida llena de vacíos y silencios, de miradas desconfiadas, de miedo. A los 6 años, me refugiaba en mi casa y no iba a ningún lugar que no fuera la escuela. Y encima, en la escuela, dos grandotes de segundo me cagaban a trompadas todos los días. Primer grado habría sido una mierda si no hubiera estado David.

No nos parecíamos en nada. David era más sociable, menos tímido, más normal. No sé cómo nos encontramos. Hay personas que nos caen bien enseguida, al ver sus gestos, sus movimientos, su forma de hablar. A las que, con sólo escucharlas quejarse de su psicóloga, ya las queremos. David fue uno de ésos.

A los 6 años yo me dedicaba a ser prolijo, a pasar desapercibido, a no dar indicios de psicótico. Excepto con David. Con él, en cada recreo, nos convertíamos en enemigos. A las 13:50, 14:50 y 15:50, ayudados por una bola de papel y cinta scotch, y por los banquitos de cemento del patio, nos entregábamos a un duelo de penales visceral y terminante: no valía empatar.

Hoy no puedo entender cómo nos animábamos, pero David y yo (angelitos el resto del día) ignorábamos los reclamos de la maestra cuando íbamos empatados. Ni siquiera la mirábamos. Pateábamos penales hasta que la balanza se desequilibraba hacia algún lado. Ganaba él o ganaba yo. Sin concesiones.

Al final de un recreo de mayo, cansada de nosotros, la señorita Liliana intentó hacer valer su autoridad. Se acercó con cara de mala, caminando casi agachada para quedarse con nuestra pelota. Pero, justo antes de que la tocara, David gritó, con los ojos inyectados de sangre: la miró fijo, con los ojos un poco rojos. 

¡Noooooooooo!  ¿Qué haceeeee?

—¡Bueno, bueno! retrocedió ella asustada. Pero cuando terminen, entren rapidito.

Y nunca volvió a molestarnos.

Con David no hablábamos sobre chicas ni sobre nuestros papás. Ni sobre nada que no fueran los penales. Adivinábamos el estado de ánimo del otro por el modo en que pateaba: si él despedazaba la pelota de papel de un derechazo, yo sabía que lo habían retado en casa; si yo apenas movía el pie por las ganas de llorar, él se dejaba ganar para no profundizar la herida.

La primera vez que hablamos sobre otra cosa fue un jueves de noviembre, me re acuerdo. Todos se arremangaban el guardapolvo por el calor y Adrián Tedeschi lloraba, como casi siempre. Mientras formábamos para entrar, David dijo: 

Me cambio de escuela.

Nos despedimos el viernes 7 de diciembre de 1990. Resistí todo el acto de fin de año con un nudo en la garganta y, cuando terminó, aprendí un saludo que repetiría muchas veces durante mi vida. Le apreté fuerte la mano derecha y le dije “fue un placer”. No me lo olvido más: me respondió con la mirada.

Las vacaciones fueron un calvario por culpa de Flavia Palmiero. Yo no pensaba en David hasta que Chuna o Gaby, sin sospechar nada, ponían el cassette de La ola está de fiesta. Estúpido cassette. Lo odié con toda mi alma. 

Cuando pasen muchos años y lleguemos a ser grandes me gustaría que sigamos como hoy...

... desafinaba Flavia en Somos amigos, y a mí se me rompía el corazón. No es que me ponía un poco triste: tenía que esconderme en la pieza porque lloraba a lo bestia, inconsciente de cómo dañaba mi hombría en ese acto. Fue la primera cosa que los homofóbicos llamarían de puto que hice. Más adelante escucharía discos de Alejandro Sanz, sería vegetariano e iría a un taller de teatro.

Tiempo después, confié en Gaby, le conté mi secreto y le pedí que nunca más pusiera esa canción. Fue un error: Somos amigos se repitió infinitamente en casa, a todo volumen, con risas de fondo. Una y otra vez. 

Hasta que, de tanto enfermarme, me curé. Y, como casi todo, David pasó al olvido.

El único motivo por el que escribo esto, ahora lo descubro, es porque la amistad con David fue cortada de golpe, serruchada sin prolijidad, arrancada de la lógica. 

Si David hubiera seguido en la Escuela 29, nos habríamos peleado en quinto grado. O sería policía, como Diego, y nos alejaríamos por decantación. Pero no: David es siempre un niño de 6 años que no creció, no engordó, no se volvió un adolescente idiota. David es el Che Guevara de mi infancia.

Me tiene harto, David. 

Yo, antes que por los amigos que se alejan llenos de gloria, por los jóvenes que se retiran campeones, por las novias que nos dejan y por las cosas que podrían haber sido, brindo por otra cosa.

Brindo por los que se quedan a remar conmigo, por los que juegan a ganar hasta los 84 años. 

Brindo por las mujeres que nos quieren hoy, por las cosas que sí fueron y (aunque no sean de miel) son nuestras. 

Brindo por amigos imperfectos que me esperan aunque haga frío, por los que saben que voy a perder pero igual sostienen mi esperanza. 

Brindo por todos los que, en el medio de mis catástrofes y hasta que me muera viejo, siguen leyendo estas palabras aunque nunca signifiquen nada.


• La ilustración fue un regalo que me hizo Valeria Macchia.
• En la foto, David es el quinto de la segunda fila.
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• Esta historia forma parte del libro Lo hago para que me quieran.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Walter Castaño

Por Martín Estévez

Mi primer ídolo fue Walter Castaño. Jugaba en Racing y era un terremoto de habilidad, un genio de multitudes, un rubiecito que levantaba aplausos con sus lujos y goles, un crack. Un dato más: Walter Castaño nunca existió.

Tenía 6 años, fue un miércoles a la tarde. Mati bajó las escaleras y en el patio, mientras yo pasaba el secador para no mojar la pelota, estiró sus brazos y me dijo: “No me entra más, así que es para vos”. No podía creerlo: una camiseta de Racing con una palabra (Nashua) en el pecho y un número (11) en la espalda. “Es la de Castaño”, me dijo. Y marcó mi infancia para siempre.

Yo no sabía que Nashua era una empresa que pagaba para aparecer en la camiseta. Y mi desconocimiento sobre el funcionamiento del mundo era aplicable al fútbol: jamás había visto un partido de Racing.

El fútbol, en 1990, era para mí tres cosas: lo que me había permitido faltar a la escuela durante el Mundial, lo que jugaba con mis primos y un póster en la pieza de Mati. El póster era rarísimo: un montón de remeritas celestes y blancas, y, debajo, líneas punteadas para escribir el nombre de los jugadores. Solo recuerdo a tres: Roa, Vivalda y Castaño. Roa y Vivalda eran los arqueros. ¿Castaño? Castaño era mi nuevo ídolo.

El conocimiento, a los 6 años, se parece a un rompecabezas. Un niño (como dice el sociólogo Edgar Morin sobre la humanidad) navega entre archipiélagos de certezas sobre un océano de incertidumbres. Y yo, como a un rompecabezas, fui armando a Castaño. Lo convertí en mi héroe.

Alguna vez mi tío Alberto dijo que era habilidoso. Por algún comentario de Mati lo intuí rubio, con el pelo algo largo, parecido a He-Man. También me pareció entender que se llamaba Walter; deduje que llevaba más de 200 goles en el patio de su casa, y algunos más en cancha de Racing. También me gustaba pensar que le encantaban las milanesas, como a mí.

Mi idolatría por Walter Castaño fue creciendo, pero yo también: empecé a ver fútbol por la tele y descubrí que Castaño no jugaba más en Racing. Adopté nuevos ídolos, pero guardé un rincón para él en mi corazón. Quizás algún día consiguiera un video con sus goles y entendiera el valor de la camiseta que Mati me había regalado.

Años después, ya grande, decidí retomar mi fanatismo por Walter, su melena rubia y sus goles. Investigué sobre él y llegué a un dramático descubrimiento: no se llamaba Walter, no era rubio y jamás hizo un gol.

John Edison Castaño fue un colombiano irregular que jugó apenas 11 partidos en Racing. Casi nadie lo recuerda. La imaginación de un niño de 6 años (yo) lo transformó en un crack inenarrable llamado Walter.

John Edison Castaño y mi ídolo no se parecían en nada. Mi ídolo, la puta madre, nunca había existido.

Hoy, a los 26 años, me pregunto cuántos de los ídolos que tengo en realidad no existen. Cuántos de mis principios, cuántos de mis sueños, cuántas de mis alegrías están basadas en cosas que entendí mal, en historias que no me contaron, en maravillas que nunca existieron. 

Me pregunto con angustia en la garganta cuántas personas fundamentales de mi vida son en realidad una mentira, un engaño, waltercastaños esperando para apuñalarme con la verdad. Mientras sufro imaginando la respuesta, atesoro la camiseta 11. Lujosa, heroica, imperturbable. Como Walter lo hubiera querido.


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sábado, 2 de octubre de 2010

Burum bum bum

Por Martín Estévez

Quería en este texto contar mi primer recuerdo, y enseguida me di cuenta de algo: no sé cuál es mi primer recuerdo. A eso le llamo una pésima manera de arrancar un texto.

Lo que pasa es que es difícil saber exactamente qué recordamos. A veces nos parece que sabemos cosas de cuando éramos muy chicos, pero en realidad nos las contaron. O creemos no recordar nada de nuestra infancia, hasta que de pronto aparece una historia que "no recordábamos recordar". Para peor, la edad no tiene nada que ver: mi hermana Gaby dice que recuerda cosas que le pasaron a los 2 años; y mi prima Chuna no tiene la menor idea de qué le pasó antes de cumplir 13.

Yo tengo imágenes borrosas de cuando tenía 4, 5 años: rezar el padre nuestro arrodillado al borde de una cama o cagarme encima en prescolar. Creo recordar la sonrisa dulce de una compañera de jardín, tal vez llamada Fabiana, y las cucarachas que reinaban en mi casa de la calle Sarandí. O ir a visitar a mis abuelos, sin saber que estaba yéndome a vivir con ellos.  También guardé fragmentos de mi cumpleaños de 5, especialmente la parte en que la policía se llevó a mi papá, justo después de que él había descubierto que yo era de Racing. 

Sin embargo, el primer recuerdo nítido, las primeras fotos en buena resolución de mi memoria, se remontan a un partido de fútbol: Argentina-Camerún del Mundial '90. Más precisamente, a un grito:  

—¡¿Por qué él puede faltar a la escuela y yo no?! –se quejó Gaby. 

—Porque es su primer Mundial –le respondió Tati, que además de ser mi mamá ya entendía todo. 

El que no entendía era yo: no sabía qué era un Mundial. Antes de aquel mediodía, a mí me gustaban los Superamigos y los Autos Locos. El fútbol era algo que sólo había escuchado nombrar y que, si alguna vez había visto en televisión, no me había llamado la atención. Pero ahí estaban Diego y Matías, primos dirigentes de mi masculinidad, para hacerme entender que lo que estaba por venir era importante. 

Camerún me sonaba más a una golosina rara que a un país, y en eso pensaba mientras mi abuelo Víctor cantaba “Burum bum bum, burum bum bum, yo soy el hincha de Camerún” y sonreía esperando complicidad. Hacía referencia a unos chistes de Clemente publicados durante el Mundial ’82, de los que yo tampoco tenía ni idea. 

De pronto, mirando la tele, Camerún empezó a ser algo más para mí: una camiseta verde y hermosa; y un tipo con un peinado increíble llamado Makanaky. Pero yo tenía 6 años y me costaba concentrarme en el partido; me distraía comiendo galletitas y pensando en qué lindo era pasar una tarde de viernes en casa. 

En ese momento no supe que estaba viviendo lo que sería, para siempre, mi primer recuerdo. No podía imaginarme que, a partir de ahí, cada vez que yo apuntara hacia el pasado, mi memoria llegaría como límite a la canción de aquel Mundial, a la televisión en el rincón, a mi abuelo cantando burum bum bum

Y menos todavía podía saber que ese partido, en el que todo estaba preparado para una fiesta celeste y blanca, reflejaría tan pero tan bien lo que pasaría en los siguientes años de mi vida. Porque ese mediodía, la puta madre, Argentina perdió 1 a 0.


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sábado, 18 de septiembre de 2010

Primeras tardes sin mi abuelo (III)

Vos ya volviste una vez. Fue en 1993. Y aunque las cosas eran distintas (vos habías ido a Rusia por unos días y volverías, yo tenía 9 años y parecía mujer), probablemente el día que vuelvas para siempre yo tenga esa misma cara, esos mismos ojos cargados de alegría, de una felicidad intraducible en palabras.

Ni vos ni yo creímos nunca en Dios. Vos viviste demasiadas cosas que te confirmaron que no existía. Yo las estoy viviendo ahora. Pero necesito creer en algo. Aunque sea a esta hora en que me duele cada uno de los huesos, cada respiración. Aunque sea para dejar de morirme todo el tiempo.

Necesito creer que algún día vas a volver. Y que juntos vamos a olvidar esta angustia, esta desesperanza. Que vamos a olvidar la noche en que te empezaste a morir y la maldita tarde en que te quedaste ciego. Porque, solo, yo no puedo dejar de recordar. 

Las cosas no me andan saliendo bien, Babu. Está tan vacía tu silla, y tu ventana, y tu radio, y tus fotos, y el aire. Está tan vacía tu cama, y tu pieza, y tu patio, y tu adiós, y la noche. Hace tanto frío en todos lados que no sé dónde estar.

Necesito creer que me vas a ayudar. Que me vas a dar la mano para cruzar este infierno de lágrimas. Que vas a estar despierto cada vez que me despierte, y en casa cada vez que llegue. Necesito creer aunque sea a esta hora, en esta noche tan bastarda, tan viuda de sonrisas, que algún día vas a volver para ya nunca, pero nunca más, sentirme así de triste, así de mutilado. Así de solo.

martes, 31 de agosto de 2010

Primeras tardes sin mi abuelo (II)

Querido Babu:

Baba está bien. La cuidamos, no la hacemos enojar y la abrazamos. Piensa mucho en vos. No dejamos la casa sola y cerramos con llave y con trabita. Sí, Babu, les damos de comer a Pancho y a Homero.

Ya nadie escucha a Los Andes. No es lo mismo sin vos, ¿sabés? Todavía no nos animamos a comer un asado todos juntos, porque ya no estamos todos, y porque nos da ganas de llorar.

Tus hijas también están bien. Las dos tuvieron que irse algunos días muy lejos para poder gritar de dolor sin que nadie las viera. Yo todavía no puedo gritar, así que mientras te escribo esta carta lloro despacito y sin hacer ruido, para que nadie se despierte.

Sigo olvidándome cosas cada vez que salgo, y vuelvo, pero ya no hay nadie que me repita que eso trae mala suerte. Sigo acumulando diarios debajo del teléfono, pero ya nadie me avisa cuando son demasiados.

Desde que te moriste siento mucho dolor y mucho frío. Se supone que se va a pasar con el tiempo. Vos viste morir a muchos amigos, a mucha familia. Cada vez entiendo más por qué pasabas tanto tiempo callado: los extrañabas.

Todos los recuerdos que eran nuestros ahora son sólo míos. Quisiera creer en Dios y en que algún día los recordaremos juntos, pero no me sale. Ahora sos solamente estas imágenes en mi cabeza, y fotos, y cosas inservibles. Yo quiero darte la mano, Babu, y preguntarte si va a llover. Yo quiero darte un beso en la mejilla y contarte lo mucho que te quise.

Sí, de verdad Baba está bien. Y tus hijas, y Alberto. Yo no, ya sabés que no sé mentir. Pero voy a seguir, no te preocupes: alguien tiene que hacerlo. Alguien tiene que contarle a cada uno de los que pisen esta casa quién viajó desde Ucrania para construirla con sus manos y su voluntad. Alguien tiene que guardar los recuerdos que eran nuestros y que hoy, aunque me pese, me ahogue y me atormente, hoy son solamente míos. 

Te extraña...

Tu nieto, Martín     

sábado, 31 de julio de 2010

Primeras tardes sin mi abuelo

Vos ya te fuiste una vez. Fue en 1993. Y aunque las cosas eran distintas (ibas a Rusia y volverías pronto, yo tenía 9 años y parecía mujer), probablemente el día que te fuiste para siempre yo haya tenido esa misma cara, esos mismos ojos cargados de miedo, de una angustia intraducible en lágrimas.

El día que te fuiste para siempre dolió más porque teníamos el alma más grande. A mí no me contaron quién eras, Víctor. A nosotros no nos veía nadie cuando jugábamos a la pelota, cuando leíamos el diario, cuando volvíamos juntos de la escuela. Yo no necesitaba postear textos contando que habíamos escuchado juntos a Los Andes o que otra vez me compraste turrones. Pero ahora sí.

Ahora necesito escribir esto porque ya no puedo mirar el Nacional B con vos. Ahora necesito escanear tus fotos para verte porque ya no puedo hacerlo. Ahora necesito llorar cada tanto, solo, porque necesito exorcisar el dolor que vivimos juntos. Te acompañé porque me acompañaste. No podía dejarte solo porque quedaba solo también.

Esta vez, aunque no lo creas, el que se está por ir soy yo. No me voy a Rusia ni me voy para siempre, pero empiezo a irme de esta casa que construiste con tus rodillas cansadas y con una boina en la cabeza. Al final vivimos juntos hasta el final, y me parece bien que haya sido así. No lo hubiera querido de otra forma.

Ojalá algún día, cuando yo visite estos ladrillos que pusiste uno sobre otro durante la década del '60, volvamos a encontrarnos para mirar otro Racing-Boca o para escucharte cantar Ruperta. No importa que yo sepa que eso no va a pasar nunca: lo que importa es que sé que vos hubieras querido lo mismo.

martes, 29 de junio de 2010

Últimos días con mi abuelo (III)

Son las once menos veinte de la noche y tengo que cuidar a Babu hasta las dos y media de la mañana. Sólo eso. Apenas tres horas y cincuenta minutos para que Tati pueda descansar un poco. Después duermo hasta las siete y voy a la facultad. No es nada. No puede ser peor que en el hospital, nunca. Son las once menos veinte y el tiempo va a pasar rápido. Ya hablé con Tamara, ya saqué las cosas de la cama para no perder tiempo después. Me traje un diario viejo, un libro de Dostoievsky de 1866 y una campaña de Racing de 2002. Esta silla es incómoda, pero podría ser peor. La luz del velador alcanza. Además, hace mucho que tenía ganas de leer.

El suero, chequeo el suero. Treinta y cinco gotas por minuto, me dijo Albert. Ya aprendí a calcularlo con sólo tres gotitas. Tienen que correr a los segundos. Cada dos segundos, la gotita tiene que acercarse un poquito al ruido del segundero. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Perfecto. Si la gotita cae más rápido, pero parecido, perfecto. Víctor se va a alimentar como debe ser.

Levanto el almohadón y me fijo que esté bien la aguja, que nada se mueva. El que se mueve es Babu, como si tuviera una pesadilla permanente, como si dormir ya no estuviera dentro de las acciones que puede realizar. Dale, Babu, dormí. Dale, Babu.

Agarro el libro de Racing, leo un recorte del 3-2 a Gimnasia. No me puedo concentrar porque Babu se mueve. El suero, chequeá el suero. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Está bien. Babu mueve el brazo derecho, el izquierdo sigue abajo del almohadón, la aguja está bien agarrada con cintas. Tranquilo, Martín. Nada va a salir mal.

Miro el libro de Dostoievsky (él también es ruso) y la miro a Baba a mi derecha, sola en una cama que no es la suya. Pienso que ella sí está durmiendo, pienso que Tati sí está durmiendo, que Elvi y Albert sí están durmiendo, que es hora de que todos descansen. Pienso que esta vez, viejito lindo, nos toca a nosotros dos, como en el hospital, como tantas veces nos tocó. Si vos no dormís, yo tampoco, Babu. Estoy acá para que estés mejor, estoy acá para que el suero te haga bien. El suero, Martín, chequeá el suero. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Está bien. Todo va a estar bien.

Tiene una mano fría, tiene las dos manos frías, le tapo una, le acaricio la otra, despacio para no despertarlo. No duerme, pero tampoco está despierto, y cada vez que susurra "¡oooy!", cada vez que se queja del dolor, me duele también. Tanto, tanto, tanto. Yo estoy acá, gordito, ya va a pasar.


A las tres hay que poner la pastilla en el suero, la del dolor. Pienso en vos y en que no estés. Miro a Fanny. Fanny sí duerme, y está bien. Dale, viejito, descansá. No toqués la sonda. Dale. Dale.

"¡Oooooy!" de nuevo, más alargado, y los ojos que se te abren. Babu se está despertando y trata de mirarme pero no me ve. Le susurro que "soy yo, soy Martín", pero no escucha. Miro a Baba, le pido perdón con la mirada y hablo más fuerte. "Soy yo, Babito, estoy acá con vos". Y le acaricio la cara y los ojos se me llenan de lágrimas.

"Ay, Martín...", me dice. "Ay...", y me mira sin verme. No quiero que Baba me vea llorando. Nadie tiene que ver llorar a otro. "Ya te vamos a dar la pastilla, gordito. Tratá de dormir". Me doy cuenta de que tengo el libro en la mano, abierto en las hojas del 3-2 con Gimnasia. El suero, Martín, el suero. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Está bien.

Baba sí duerme, Tati sí duerme, el suero está bien, tapale la mano a Babu, dejá el libro, si igual no vas a leer. "¡Oooy!", le duele a Babu y trata de levantar el brazo izquierdo, el del suero. Y lo retengo. Me enjuago las lágrimas y pongo voz firme, porque aprendí lo importante que es el modo de hablar con Babu. Cuando le hablamos como a una persona, entiende como persona. No es un gordito, ni un viejo, ni mi abuelo. Es Víctor, es un hombre y sigue siendo un hombre, aunque yo vea que es mi abuelo y se está yendo de a poco.

"Escuchame, Víctor, esta mano no la podés mover. Tenés que dejarla quieta, ¿sí? Tenés suero, para sentirte mejor. Acá, dejala acá, dale. Tratá de dormir". Gira la cabeza para otro lado, como diciendo "voy a cumplir pero no porque me guste". Muevo más la silla, le doy un poco la espalda a Baba. Sí, el suero. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Listo. El suero se va a acabar pronto. ¿Aguantará hasta que se despierte Tati?

Otra vez Babu se mueve, otra vez no duerme, otra vez intenta levantar su zurda llena de clavos desde aquella vez que se cortó los dedos con una sierra. Otra vez le sostengo la mano para que no la mueva. Yo lo miro y él intenta mirarme, pero ya no ve, y me pregunto por qué tengo sostenerle la mano, qué derecho tengo si él es un hombre. Por qué le retengo la mano si lo único que puede hacer es moverla, si lo único que le queda de libertad es mover la mano. Por qué estoy reteniéndole la mano como si estuviera presa, como si él no mereciera decidir por sí mismo si quiere moverla o no.

Apreto los dientes y lo dejo, dejo que mueva el brazo, y rezo con oraciones falsas para que no se le salga la sonda, para que esto no sea un charco de sangre y yo sienta culpa por no haber hecho lo que tenía que hacer. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Tengo que mirar el suero y mirar la mano a la vez. No tengo que pensar en otra cosa. Inclino un poco más la silla y choca con la cama ortopédica. Me duele el cuello, se me entumece. Que no se suelte la aguja, que no se suelte.

¿Cuándo te pasó esto, tan de a poco y tan de pronto? ¿Cuándo te me empezaste a poner así de frágil, cuándo dejaste de cuidarme vos y empecé a cuidarte yo? ¿Cuándo, Babu, empecé a retener estas ganas de llorar y abrazarte, estas ganas de pedirte que no, que no te vayas, que no estoy listo para verte morir? ¿Qué te duele, cómo te duele, por qué ya casi no lo podés decir? Se me entumece el cuello porque se te entumece el cuerpo, y otra vez tu "¡Oooy!", y decido agarrar tu mano, tratar de dejarla quieta un segundo. Me doy cuenta de que no estoy pestañando. Y el suero, no miré el suero.

Tic, tac, cayó. Tic, tac, tic, cayó. Tic, tac, tic, tac, cayó. Tic, tac, tic, tac y no cae. El suero, arreglá el suero, Martín. Abrilo un poquito, muy poquito. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac. Ahora sí.

Me pregunto si voy a volver a afeitarte, si voy a volver a escucharte, si voy a volver a verte sonreír. Tengo un nudo en la garganta y no quiero hacer ruido para no despertar a los que sí duermen. Porque sé que vos no dormís, Víctor. Se que estás navegando entre tanto dolor, entre tanto pasado y entre tantas preguntas. Y miro el suero y miro el brazo y quiero acariciarte y quiero llorar. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac.

"¡Ooooy!", me seguís diciendo cada vez con menos fuerza, cada vez con menos ganas de vivir. Lo sé. Faltan horas para poder darte una pastilla y movés el brazo de nuevo, y miro el suero de nuevo, y miro tus ojos de nuevo, ojos que ya no pueden ver pero sí pueden llorar. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, tac, cayó. Tic, cayó, tac.

Miro el reloj y apenas pasaron cinco minutos. Cinco minutos. Son las once menos cuarto de la noche y tengo que cuidar a Babu hasta las dos y media de la mañana. El tiempo va a pasar rápido. Seguro.

viernes, 14 de mayo de 2010

Últimos días con mi abuelo (II)

Los milagros cambian de forma. Se adecúan a nuestra edad, a nuestras ideas y también a nuestra realidad. Hoy, mi milagro tiene las manos de mi abuelo.

Lejos, a semanas de distancia del milagro de la recuperación, de la salud, de la supervivencia, mi milagro es ver a Víctor sobre ruedas, bajo el sol, sonriendo. Habiendo tantos milagros celestiales, sí, elijo uno tan terrenal. Uno que parece cada vez más milagro.

Hoy mi abuelo se sentó una, dos, tres veces. Llegó a levantar la frente, a balbucear un "parece que sí". Se redescubrió sentado, alto como antes, mirando al mundo en vertical. Se tocó sus orejas, su nariz, su pelo. Se alimentó de su propia emoción mientras yo era espectador privilegiado de su vida. Víctor, hoy, siguió soñando.

Por unas horas, por unos días, quizá por todo este año fatal que me nació invertido, mi milagro no será volar, ni justicia, ni barniz. No será social, ni complejo, ni gigante. Mi milagro será el mismo que sueña este hombre que nació hace 84 años, que se sentó tres veces y gracias al que, hoy y pese a este insulto de la realidad, puedo soñar milagros.

viernes, 23 de abril de 2010

Últimos días con mi abuelo

Los ojos de Víctor tienen 84 años y me van despidiendo de a poco. Cada vez que lo veo, lo escucho, lo toco, le digo un chau silencioso, ahogado. Víctor sigue sin leer en voz baja, sigue haciendo bromas elegantes, sigue escuchando los partidos de Los Andes en su radio a pilas. Sólo que cada vez que me mira puede ser la última vez.

Mi abuelo no se murió de golpe: se muere cada día. Empezó a morir en mis brazos una tarde de enero sin que yo llegara a sospechar que tanto, o que tan poco, faltaba para el final. Mi abuelo se parece tanto a mi abuelo que siento miedo de pensarlo siempre así: tan frágil, tan temeroso, tan amigo.

Mi abuelo es carpintero y albañil, y un poco jardinero, y un poco jardín. Mi abuelo construyó mi casa con sus manos, con ésas que hoy tiemblan y duelen y sienten insoportable el peso de una cuchara. Mi abuelo antes podía comerse al mundo y hoy ya no puede masticar.

Mi abuelo me enseñó a atornillar y a pintar y a cantar canciones del pasado. Él no es una persona especial ni mágica: la cercanía de la muerte no tergiversa la realidad. Ni este nudo, ni esta enredadera en el cuello, ni ésas lágrimas atragantadas a la medianoche en un hospital. Es que cuando el milagro es la muerte, dejamos de creer.

Mi abuelo es un cuerpo que se extingue y un hilo de voz filoso que se clava en todo aquello que no queremos ver. Mi abuelo es el temor a no vivir con descaro, a no arriesgar el pecho por aquello que en verdad soñamos, por aquello que en verdad amamos. Mi abuelo me mira y en sus ojos asustados también me veo yo.

Los ojos de Víctor tienen 84 años y me van despidiendo de a poco. Cada vez que lo beso, lo acaricio, le sonrío, le digo este chau triste, desesperanzado. Víctor sigue machucando sus fuerzas, sigue caminando bajo la nieve, sigue viajando en barcos y barcos y barcos en busca de un futuro mejor que ya no va a llegar. Sólo que cada vez que me mira puede ser la última vez.

sábado, 13 de marzo de 2010

Primera persona: soy boliviano

Me llamo Marco, tengo 27 años, soy boliviano. Nací en Oruro, vivo en Villa Celina y acabo de escuchar otra vez el mismo chiste. 

A Celina le dicen rulemán, porque está lleno de bolitas

Es buenísimo, tanto como este otro: 

¿En qué se parecía Pinochet a Racing? En que llevaba personas a los estadios para torturarlas.

Serían chistes geniales si fueran contados por personas dignas, personas que no estuvieran a favor de torturar, que no se creyeran superiores a otras por el lugar de nacimiento.

Soy Licenciado en Comunicación Social, trabajo, leo a Tolstoi y a Dolina, tengo documentos, uso forro durante mis relaciones sexuales, nunca tiré cáscaras de mandarina en un lugar que no sea un tacho. “Vos sos la excepción”, me dice Fabio, un compañero de facultad (estudio Historia). 


Fabio es argentino y es estúpido, pero no por eso creo que todos los argentinos sean estúpidos.

Existen bolivianos ignorantes, agresivos y sucios. También existen alemanes, canadienses y suizos ignorantes, agresivos y sucios. También hay argentinos así.


Mi novia se llama Anahí y vive en Caballito. La conocí en la UBA. Salimos desde hace menos de un año y ya sumamos diecisiete lugares a los que no pudimos entrar. Diecisiete. ¿Por qué? Porque tengo mucha pinta de boliviano


Al principio sentía que si no me enojaba, si no agredía al tipo que me estaba prohibiendo el paso, Anahí iba a pensar que yo era poco hombre. La tercera vez que nos pasó (en un barcito de Palermo, creo), me dijo: “No vale la pena ir a lugares manejados por gente tan hueca”

Anahí es argentina y hermosa. Sin embargo, no por eso considero que todas las argentinas sean hermosas.

Soy boliviano y me encanta haber nacido en el mismo país que el escritor Ramón Rocha Monroy (“La felicidad sólo admite una estética: haberla perdido”), que un político como Andrés de Santa Cruz, un pensador como Carlos Medinaceli, una escultora como Marina Núñez del Prado, un futbolista como Jaime Moreno. Ellos no fueron ni son ignorantes, agresivos ni sucios. Y sin embargo (léase como una ironía, porque algunos bolivianos sabemos qué significa ironía) son bolivianos.

Más que el chiste sobre los rulemanes, me divierte haber nacido en dos países a la vez. Al menos eso creo cuando me gritan boliguayo: me indican que he nacido tanto en Bolivia como en Paraguay. Y que poseo las características de unos y de otros. No sólo todos los bolivianos somos iguales: además nos copiamos de los paraguayos.

A través de un comentario que leí en Internet aprendí mucho sobre mi vida:


“Basta de permitir que se nos enquisten los bolivianos!!! Están comprando los mejores negocios, propiedades, vehículos, etc. Con su bajo perfil y cara de inocentes recorren las picadas y hullas de las fronteras pasando merca y blanqueando la plata. vayan un día al hospital y miren la cantidad de gente que hay en las salas de espera el 80 % es boliviana y que hacen? se atienden gratis, piden remedios, leche gratis y afuera los espera el marido con una Toyota 4x4 nueva.

Si estos bolivianos tienen tantas propiedades, casi todos los taxis, camiones, mercados, empresas, etc. porque siguen haciéndose los indigentes para seguir consiguiendo tierras, servicios, medicamentos GRATIS!!!!!


Es verdad que trabajan muchas horas por dia, pero los trabajos que realizan son malos, sin calidad y después cuando se van a sus casas siempre se llevan algo (una canillita, un poco de cemento, pedazos de hierro, etc), todos los días y después de un tiempo usurpan terrenos y con todos estos materiales (que se roban tipo hormiga) construyen piezas”.


A veces me sorprendo a mí mismo: resulta que tengo negocios, propiedades y vehículos y no me enteré. No sólo paso merca por las fronteras (la última vez que atravesé una frontera tenía 5 años) y voy a hospitales a pedir leche gratis (las habré guardado en el ropero, porque en mi heladera no veo ninguna), sino que ¡tengo marido! (al menos me espera con una 4x4). 

Por último, ya con mi marido acostado al lado mío, me entero de que robo elementos laborales. Debo ser un genio, porque no sólo encuentro canillas y cemento todos los días en la redacción de la revista en la que trabajo, sino que con canillas y un poco de cemento construyo piezas. Y todo eso por ser boliviano.

Sin embargo, por este comentario posteado en Internet no considero que los argentinos discriminen o sean groseros, que se crean superiores o no asuman sus problemas. Lo único que comparten todos los argentinos, en Argentina lo saben bien, es ser argentinos. Y lo único que compartimos todos los bolivianos, a veces con orgullo inmenso, es ser bolivianos.


Publicado en http://www.campananoticias.com.ar/ en febrero de 2010

martes, 16 de febrero de 2010

Primera persona: soy ladrón

Por Martín Estévez

Me llamo Ignacio, tengo 17 años, soy ladrón.

Soy ladrón aunque nunca quise serlo. No lo era cuando vivía en casa con mi vieja, con mi viejo, con Mica. Soy ladrón porque quiero a Mica con toda mi alma, porque quiero que Mica me quiera. Mica es mi hermana, tiene 5 años y sonríe más lindo que nadie en el mundo.

Hasta hace poco podía dormir. Hoy es la primera noche en la que no tenemos dónde. ¿Sentiste mucho frío alguna vez? Esperando un colectivo, caminando, donde sea. Ese frío que duele, que lastima. Ese frío, mucho frío, lo sentí durante toda la noche. No dormí. No puedo pensar. Tengo frío. Estamos en la calle. Mica y yo. Y mi viejo. Tengo cartón encima y acabo de descubrir que el cartón no abriga. Mica está tapada con toda la ropa que conseguimos. Duerme temblando.

Mi viejo dice que van a ser unos días. Que pronto vamos a tener dónde ir. Yo voy encontrar un trabajo y a sacarnos a todos de acá. No un buen trabajo: un trabajo. Cualquiera. No me hace falta pedirle monedas a nadie. Y no voy a dejar que Mica lo haga, nunca.

En sexto grado fui abanderado. Ese día mi vieja vino a verme. Fue la última vez que la vi sonreír antes de morirse. La de matemáticas me decía que tenía un montón de futuro. Pero eso no le importa a nadie. Cortar el pasto, pasear perros, atender un kiosco: parezco no servir para nada. No consigo ni un estúpido trabajo. Ninguno.

Van 23 días pero parecen muchos más. Mi viejo empezó a juntarse con unos tipos en otro lugar y aparece borracho, insulta, se va. Me pregunto de dónde saca lo que toma. Ya ni habla de irnos de acá. Pedí monedas durante unos días y recibí cientos de “andá a laburar”. ¿Dónde, dónde consigo un trabajo que me saque de acá?

Cada vez me siento más sucio: aunque me bañara durante una semana no me sacaría esta mugre de encima. Mica sí consigue algunas monedas pidiendo. Las suficientes para no morirnos de hambre. Ella me mantiene y yo me siento un inútil. ¿Qué diría la de matemáticas si me viera ahora?

Tengo algunos amigos por acá. Me dicen que hay que aspirar y robar. Que es la única forma. Que tarde o temprano voy a darme cuenta. Pero yo no voy a robar nunca. No soy como ellos. Y la única vez que aspiré pegamento, Mica me vio y se puso a llorar. No voy a volver a hacer llorar a Mica. Nunca, nunca más.

¿Cuántos días van? ¿60? ¿70? ¿Mil? Es igual, esto no tiene fin. No sé dónde está papá. Rodri, el pibe que dormía acá a la vuelta, se juntó con una bandita y ya tiene dónde dormir. “Dos veces por día”, me dice. “Manoteás dos carteras, dos bolsillos, lo que sea, y ya está, tenés techo y algo para morfar”, me dice. “Nunca maté a nadie, el arma ni siquiera está cargada”, me dice.

¿Vos qué harías? ¿Qué harías si no podés dormir por tanto, tanto frío? ¿Qué harías si sabés que no podés bañarte, si comés sólo a veces, si Mica ya casi no sonríe? ¿Qué harías? 


Yo no voy a robarle a nadie. No voy a hacerlo. Voy a sacar a Mica de acá y voy a poder mirarla a la cara. No voy a robarle a nadie. Nunca.

Necesito 40 pesos. Sergio dijo que por 40 pesos consiguió esa frazada increíble con la que duerme. Que puede conseguirme una. Desde que la tiene, Sergio duerme de otra manera. ¿Yo? Yo ya ni duermo. Cada vez hace más frío y no siento las manos.

Anteayer, antes de que amanezca, pasó una vieja y no me vio. No sé que buscaba, sacó la billetera. Sólo tenía que sacársela y correr. Ni empujarla, ni asustarla: sólo sacarle la billetera y correr. Y Mica hubiera dormido abrigada y sonriendo. Hoy Mica cumple 6 años. La vieja parecía inmóvil con toda esa plata en la mano. Se me pasaron mil cosas por la cabeza. Mica, y mi abuela, y Mica, y ser ingeniero, y toda esa gente mirándome con miedo, y mi vieja, y Mica. No pude. No le robé. Nunca voy a hacerlo. No voy a drogarme ni a robar ni a hacer nada que no pueda explicarle a Mica cuando sea más grande. Perdón, Mica, por no poder regalarte nada en tu cumpleaños. Perdón por tanto, tanto frío.

Anoche no sólo llovió: anoche hizo más frío que nunca. No es que yo lo haya sentido, para mí todos los fríos son iguales. Me di cuenta porque fue la primera noche que Mica no durmió. La abracé, le hablé, la tapé con todo lo que tenemos, pero sentía sus hombritos temblar y sus ojos parpadeando. Mica no durmió en toda la noche. No es un segundo de verla sufrir. Son dos, tres, cuatro. Diez, once, doce. Cien, doscientos, trescientos. A cada segundo, Mica temblaba. Mil, dos mil, tres mil. ¿Cuántos segundos dura la peor noche de tu vida? Que salga el Sol. Que salga el Sol para que Mica deje de temblar. Es la primera vez que lloro desde que murió mamá. Perdón, Mica. Perdón.

Son las once de la noche y Mica está pálida. Hace tanto, tanto frío. La dejo con Natalia, un ratito. Natalia sabe que no tiene que fumar delante de Mica. Le hace mal. Me duele mucho la cabeza. Tengo las medias mojadas y van a tardar años en secarse. Me pica el cuerpo. Todo el día pensando en Mica, en sus ojitos sin dormir. ¿Cuánto hace que no sonríe? Necesito 40 pesos. Tengo 12 y los voy a gastar pronto para que Mica pueda comer. Nunca voy a llegar. 40 pesos no significaban nada antes. Pero, ¿cómo los conseguís cuándo no tenés nada para ofrecer? ¿Cómo?

Son las once y media y ese tipo que habla por celular tiene plata en la otra mano. Y está distraído. Mica. Creo que no me vio. Me acerco rápido. Mica. Sólo un manotazo, lo que salga y correr. Mica. Mica. Mica.

“¡Hijo de puta, chorro hijo de puta! ¡La puta que los parió, son todos iguales, negro de mierda! ¡Chorro!”.

Escucho los gritos del tipo y sigo corriendo. Freno, estoy agitado. 76 pesos. Mica va a comer y va a dormir sin frío. Me tiemblan las manos, el cuerpo, tengo la vista nublada. Pienso en mamá, en mi viejo, en la de matemáticas. Siento tanta vergüenza, y miedo, y dolor.

Me llamo Ignacio, tengo 17 años y, desde hace exactamente veinticinco segundos, soy ladrón.


[ Texto publicado en campananoticias.com.ar durante octubre de 2009. Luego fue editado por Etiopía Cultura Libre, que lo regala en diversos eventos culturales. ]

jueves, 21 de enero de 2010

Primera persona: soy maestra

Me llamo Silvia, tengo 46 años, soy maestra. Recién escuché en la tele que alguien decía “los maestros no quieren trabajar”. Sonreí. Sonreí pese a mi cadera.

Soy maestra pese a que mi mamá quería que fuera contadora, o algo relacionado con los números. Soy maestra porque así lo soñé desde muy chica. Soy maestra porque no deseo ser otra cosa.

Soy maestra aunque podría ser secretaria (de hecho lo fui), aunque podría ser directora (de hecho lo fui), aunque podría ser inspectora (de hecho pude haberlo intentado). Soy maestra porque quiero que me quieran.

Empecé con los grados más chicos, de 1º a 3º, y luego decidí trabajar en jardín de infantes. Recuerdo, lo juro, cada uno de los grados y salitas que tuve. Y los informes que recibía del director antes de tomar un grado, como aquel 2ºC: “Acá hay uno que lee interpretativo y una que lee corriente; con el resto, hacé lo que puedas”. Ése año logré que los 26 terminaran leyendo.

Juro que cuando algún grupo quiere escaparse de mi memoria cierro los ojos y los veo formados en el patio o sentados en el aula. Recuerdo la timidez de Yanina, la historia de Moisés, la sonrisa dulce de Violeta. Recuerdo a muchos de sus padres, y que al conocerlos entendía por qué ellos eran como eran. Ellos: Violeta, Moisés, Yanina. Ellos.

La vida no me pareció fácil. Bastante cruel, en realidad: mis padres murieron jóvenes, mi marido sufrió una enfermedad complicada y me costó muchísimo tener hijos. Justo a mí, que sólo sé quererlos y enseñarles y extrañarlos. Adopté a Candela y hoy, cuando la veo crecida y hermosa, entiendo que por algo, por algún extraño motivo, las cosas suceden, incluso pese a tanto dolor. Y no me refiero a mi cadera.

Sufrí mi historia familiar y también sufrí cuando fui designada directora. No porque no me hayan pagado durante ocho meses por cuestiones burocráticas: sufrí porque creía que si tenía más responsabilidades iba a poder cambiar las cosas. Pero me sentí presa de una política educativa que no existe, supe que tendría que seguir lineamientos con los que no estaba de acuerdo y además estaba un poco más lejos de ellos: de Violeta, de Moisés, de Yanina.

Estar lejos de ellos, de lo que deseo hacer, me duele. Desde marzo, esta maldita cadera no me deja en paz. “Licencia médica”, me dijeron. Entonces comenzaron los masajes que cubre la ART, y masajes que me pago yo, y cuidados, y el deseo de volver pronto, de volver ya. Tanto levantarlos, tanto agacharme para estar más cerquita de ellos, tanto quererlos tuvo un precio. Y ahora, mientras limpio mi casa con movimientos casi robóticos para curarme pronto, mientras ayudo a Candela a estudiar, mientras me siento culpable porque el Estado me paga un sueldo sin que yo haga nada, mientras deseo rabiosamente volver a ponerme el delantal, escucho a alguien que dice en la tele “los maestros no quieren trabajar”. Y sonrío. Porque pese a mi cadera, pese a tanto dolor, volvería, una y doce mil veces, a ser maestra.


(Publicado en http://www.campananoticias.com durante octubre de 2009)

viernes, 15 de enero de 2010

Tamara (aunque ella prefiera otro título)

Yo, que mentí tantas sonrisas, te estoy sonriendo así. Tantas veces con la ropa tan arreglada, con el pelo tan acomodado, con tanto miedo en cada detalle. Tanta sonrisa de mentira y ahora te estoy sonriendo así. Vos, dormida como si nunca hubieras dormido, como si nada de lo que te pasó en la vida te hubiera atravesado como un cuchillo. Vos dormida, y Maga entre nuestros pies, y el libro que leemos cada noche, y esta sonrisa que te sonrío.

Yo, que pensé que todo tenía que doler tanto, te estoy sonriendo así. Tanto sufrimiento acumulado, tanto fracaso sin fuegos artificiales, tanto estruendo que quiso dejarme sordo. Tanta sonrisa de mentira y ahora te miro de costado, mis ojos sobre mis hombros, tus ojos sobre esa almohada que me prestarías si te la pidiera. Vos dormida, y el Universo afuera, y el sueño que no soñamos en mi sonrisa. Esta sonrisa grandota que te sonrío.

Yo, que ahora entiendo que las más sinceras son las sonrisas que nadie ve, las que se te escapan como el conejo de la infancia, las que no vuelven nunca más. Yo, que siempre forcé tantos amores sin fuerza, que inventé tanta irrealidad, te estoy sonriendo como si sonriera por primera vez. Yo, mientras vos estás durmiendo, estoy al lado tuyo, despierto, vivo, feliz.

martes, 12 de enero de 2010

Historia Universal, capítulo 10: Imperio Romano

Imperio Romano (30 a.C. - 395 d.C.)

¿Qué le festejamos al Imperio Romano? ¿Su capacidad de masacrar inocentes? Puta madre, nuestra Historia Universal está repleta de asesinos y vacía de sensibilidad. Puta madre, nuestro presente está repleto de asesinos y vacío de sensibilidad.

Nosotros, los refutadores de leyendas de Campana, estamos a favor de la muerte. Básicamente, porque le tememos a la inmortalidad mucho más que a la muerte. Eso sí: siempre y cuando la muerte nos llegue con aviso, con signos de vejez, con ganas de olvidar.

Nosotros, los hombres sensibles de Lomas, sentimos en cambio que ya hemos muerto muchas veces.

La primera, al saber que todos moriremos alguna vez, lo que Miguel de Unamuno definió como el sentimiento trágico de la vida.

La segunda, cuando la vida nos separó de un amigo verdadero, sincero, de un amigo, pese a todo, inseparable.

La tercera, cuando asumimos que amar con toda el alma no nos otorga el derecho a ser amados.

La cuarta, cuando ELLA nos deja por primera vez.

La quinta, cuando entendemos que nuestro día empieza cuando abrimos los ojos y termina cuando los cerramos: que estamos solos en el mundo.

La sexta, cuando un sueño que sostuvimos durante años se esfuma delante nuestro y sin explosiones cósmicas.

La séptima, cuando ELLA, esta vez la verdadera ELLA, nos deja por última vez.

Yo tengo 25 años y me morí muchas veces. A veces siento que muero todos los días: que el que abre los ojos el martes no es el mismo que los cerró el lunes. Que el que sufre por la enanita revoltosa no es el mismo que sufrió por la morocha generosa.

En lugar de morir todos los días, los militares del Imperio Romano mataban todos los días. Peor: se enorgullecían de ello. ¿Cuántos, cuántos hombres sensibles, cuántos refutadores de leyendas, cuántos Pablos, cuántas enanitas revoltosas, cuántas morochas generosas, cuántos adolescentes angustiados como ustedes, queridos floggers, fueron asesinados por el ejército romano?

César Augusto, Tiberio, Calígula, Claudio, Nerón, Flavio Vespasiano, Domiciano, Trajano, estúpidos, estúpidos emperadores del Imperio Romano, sépanlo: no los recordamos con onda, no nos caen bien, no queremos nada de ustedes. Preferimos a los floggers coloridos y con pocas ideas, preferimos a los tristes con esperanzas, preferimos a las vidas que están por venir, preferimos este sufrimiento que parece nunca terminar antes que a ustedes, asesinos, criminales, idiotas disfrazados de guerra. Todos, todos aquellos inocentes a los que mataron, tarde o temprano, volverán. Todos, todos aquellos sueños que se esfumaron por culpa de tanta muerte, tarde o temprano, se cumplirán.

(Publicado originalmente en www.fotolog.com/del0al37 durante noviembre de 2009)

sábado, 2 de enero de 2010

Historia Universal, capítulo 9: Período Helenístico

Período Helenístico (330 a.C - 30 a.C.)

¿Quién de ustedes, floggers, exhibicionistas, adoradores de ustedes mismos, se anima a leer este post? Es sobre el Período Helenístico. ¿Y eso qué es? Bue, se los digo fácil porque sé que son bastaaante brutitos: es lo más grosso que pasa en la Tierra entre la muerte de Alejandro Magno (el pobre tipo del que hablamos en el post anterior) y la consolidación del sanguinario Imperio Romano. ¿Por qué en el título dice que termina en el 30 a.C.? Es cuando mueren Cleopatra y Marco Antonio, a los que seguro escuchaste nombrar pero no tenés ni puta idea de quiénes fueron realmente. Bue: con ellos termina el período helenístico, en el que pasa de todo, pero sé que a vos no te interesa.

Yo tampoco tengo la sabiduría de los griegos. No te digo algún filósofo: ni siquiera tengo la inteligencia de los griegos medio pelo. Y así como les digo a ustedes, floggers lindas, floggers desesperados, que son brutos, reconozco que yo también lo soy. Que me mando una cagada detrás de otra persiguiendo quién sabe qué. Ustedes persiguen un gold, una firma, que les digan lo lindos que son. Yo persigo algo mucho más difícil de alcanzar, básicamente porque tiene que ver con sonreír sin tener que tragar lágrimas antes. Y no sé quién es más tonto, entonces. Si ustedes, tan asumidos de sus limitaciones, tan pero tan floggers, tan simples en sus nadas; o yo, que creo estar construyendo una cultura tan perdurable y compleja como la helenística, pero en realidad soy tan básico, tan obsoleto, tan fácil como ustedes.

(Publicado originalmente en www.fotolog.com/del0al37 durante octubre de 2009.)