sábado, 22 de octubre de 2011

La edad de mis preocupaciones

Por Martín Estévez

Yo no sé si tenía pocos problemas o era muy pelotudo, pero a los 8 años mi mayor drama fue perder una historieta, la Flush Man número 3. Drama en serio, eh: con angustia, llanto, falta de hambre, bronca y dolor. Hubiera firmado una vida sin postre a cambio de volver a ver esa tapa en la que (como siempre) Flush Man corría a toda velocidad. 

Si hoy puedo seguir comiendo helado es porque, esa tarde, el Diablo estaba distraído.

En realidad, ahora que lo pienso, casi todas mis grandes preocupaciones del pasado hoy me causan vergüenza. Las veo desde lejos y no puedo entender cómo cuestiones patéticamente sencillas me amargaban la merienda. Especialmente la merienda de los sábados, que era el día que en casa compraban facturas.

A los 7 años le tenía miedo a la fiesta de fin de año del colegio porque en la del año anterior: no encontraba a mi familia y pensé que se habían ido sin mí.

A los 9, sentía pánico cada vez que tenía que ser árbitro en un partido entre mis primos, porque Diego se enojaba, me gritaba y yo terminaba llorando, o cobrando cualquier cosa.

A los 11, me hubiera encerrado para siempre en mi pieza si alguien se enteraba de que me gustaba Violeta.

A los 14, mi vida dependía de que Racing no desapareciera: la primera vez que entré a un banco fue para depositar, en la cuenta del club, monedas que les pedía a mis compañeros con lágrimas en los ojos.

A los 15, vivía atormentado pensando que jamás le iba a dar un beso a una chica. Los aparatos fijos no me ayudaban.

A los 17, tenía pesadillas en las que alguien descubría mi mayor secreto: que no sabía andar en bicicleta.

A los 19, cuestioné mi vida porque me fue mal en una evaluación de conocimientos generales. Me obsesioné con saberlo todo y lo único que logré fue perder días enteros leyendo libros del siglo XVII, viendo cine mudo y resumiendo la Historia Universal.

A los 22, me levantaba a las tres de la mañana para grabar los goles del Piojo López en México que sólo televisaba ESPN, y me angustiaba cuando no los pasaban. Todavía no sé por qué.

A los 24, me ocultaba para que nadie supiera que salía con chicas a las que había conocido chateando.

A los 26, sufría imaginando que alguien deduciría que, aunque yo estaba a cargo de la revista El Gráfico Polo, en mi reputísima vida había visto o leído algo sobre polo.

Los miedos terribles e inevitables (a la muerte o a que se te caigan todos los dientes) no me afectaban tanto como el terror a que Diego se enojara o a morir virgen de besos. Lo que realmente me ponía mal era que alguien me viera perdiendo el equilibrio y cayéndome de la bici en Sucre al 1500.

¿A qué quiero llegar con esto? A que sigo siendo un cobarde exagerado, un maricón crónico, a que sigo preocupado y muerto de miedo por cosas que nunca van a pasar.

Porque la Flush Man número 3 apareció, nunca me abandonaron en la escuela y di mi primer beso a los 16. Porque Racing levantó su quiebra, ya ni recuerdo qué goles me faltó grabar, por chat conocí gente maravillosa y aprendí que lo único que hay que saber sobre polo es que es mejor no saber nada.

Sin embargo, a los 27 años, sigo sintiendo que me rondan tragedias ocultas, sigo arruinando los mejores momentos de mi vida preocupado por alguna estupidez.

Le tengo un miedo exageradísimo a que mi jefe me llame a su oficina y diga por fin: 

—¿Se puede saber por qué llegás tarde absolutamente todos los días? 

Miedo en serio, eh: subo corriendo las escaleras mecánicas, atravieso pasillos sin saludar y prendo la computadora incluso antes de sacarme la mochila de los hombros. Se los juro: hoy mismo, 20 de octubre de 2011, estuve asustado hasta que Elías Perugino se acercó y dijo lo que me dice cada vez que llego tardísimo: 

—Hola, ¿cómo va?

Mis momentos más pasionales en la popular de Racing, lo confieso, son una mentira: en realidad, todo el tiempo estoy pensando que, si mete un gol, en la avalancha me van a destrozar los anteojos y voy a estar ciego durante días por no tener unos de repuesto. Tener 3,75 de aumento no es joda: me imagino cruzando la calle guiado exclusivamente por sonidos y olores. Dios, no quiero ir más a la cancha.

Le tengo miedo a boludeces, a que se me pierdan las llaves de casa, a no pagar los impuestos, a comer algo que tenga carne sin saberlo. Miedo a que me den un billete falso, a olvidarme de un cumpleaños importante, a no conocer nunca a Fausto, el hijo de mi amigo Pablo. Miedo, miedo, muchísimos miedos insensatos y molestos que me nublan el cerebro.

¿Cómo puede ser que, aunque ya lo sepa, me siga pasando? Si sé que siempre me preocupé sin sentido, incluso ahora, ¿por qué estoy angustiado frente al teclado y pensando en que tal vez este texto, y todos los que escribo, a todos les parecen una porquería y nadie me lo quiere decir?

viernes, 2 de septiembre de 2011

1992

Por Martín Estévez

No me acuerdo nada de 1992. Todos los años tienen particularidades, eventos importantes, alguna tristeza contundente. Algo que los distingue de los demás. Pero mi 1992 no tuvo nada de nada de nada. Como mucho, puedo decir que iba a tercer grado y que mi maestra se llamaba Elisa Susana Bandín; que recuerde su nombre completo es la muestra de que, ese año, mi memoria no tuvo nada mejor que atesorar.

Cuando pienso en un año lo asocio a lo que pasó futbolísticamente. Y en el ’92 no pasó nada: no hubo Mundial ni Copa América, y las campañas de Racing fueron tristes. Habría sido memorable si ganaba la Supercopa, pero perder 4-0 una final contra Cruzeiro no es algo que quiera recordar muy seguido.

Si hago fuerza, puedo acordarme algunos momentos de 1992, pero tan insípidos que nadie más los recuerda. Como lo que pasó el día después de la final de la Copa Libertadores. Esa mañana, Mati bajó y me preguntó si había visto la derrota por penales de Newell’s ante San Pablo.

—¿Si lo vio? –se metió Gaby de golpe. ¡Cuando Ñuls perdió se puso a llorar!

Mati no sabía si creerle o no, y me miró medio raro. Yo sabía que podía decirle que era mentira, que mi hermana inventaba, que cómo iba a llorar por algo así. Sabía que Gaby no tenía por qué meterse, que Mati no tenía por qué creerle, que mi intimidad era mi intimidad y era problema mío si me había angustiado por el penal que Alfredo Mendoza tiró por arriba del travesaño. Podía negarlo todo.

—¿En serio lloraste? me preguntó Mati.

—Sí —respondí lleno de vergüenza y bajé la cabeza.

Mati era mi ídolo. De hecho, en 1992 me había dejado el pelo largo para parecerme a él, pero terminé pareciendo una nena. ¡Qué espantoso me quedaba! Todos los días, antes de ir para la escuela, mi abuela Fanny agarraba el gel e intentaba que mi pelo no estuviera desprolijo. Pero era peor, mucho peor: se endurecía y me salía en punta por los costados. 

A los 8 años, la puta madre, me parecía a Gokú. Y encima, a un Gokú gordo.

En el ’92 no hacía más que estar en mi casa y en la escuela. Ya me gustaba Violeta, pero nadie en el mundo lo sabía. Nadie sabía, tampoco, que tenía un problema físico que me atormentaría durante años. Digo "problema físico" porque el problema era exactamente donde se imaginan. Exactamente ahí. Sí, sí: ahí.

Leía el suplemento deportivo de Crónica los domingos y mis tíos tenían una cassettera que grababa la voz. Gracias a ese milagro, con Mati relatábamos partidos imaginarios.

(En aquellos años, sépanlo los más jóvenes, no había computadora, ni DVD, ni videojuegos, porque se nos había roto el Atari).

Si tuviera que mirar una filmación del más emocionante de esos 365 días de mi vida, bostezaría a los cinco minutos. No hacía nada. Comía, iba a la escuela, jugaba a la pelota solo, dormía. Ni siquiera dormía bien: tenía pesadillas recurrentes.

Fue por el ’92 cuando volví a ver a mi papá (después de que se lo llevara la policía en mi cumpleaños del ’89), y le tenía un miedo horrendo. El sueño se repetía: él pasaba a buscarme en su Renault 12 por mi casa, arrancaba y no frenaba nunca más. Me raptaba, me llevaba lejos, me dejaba sin Tati, sin Elvi, sin Víctor: me dejaba sin familia. 

Familia eran esas nueve personas que vivían conmigo en la casa de Oliden, nueve de las diez personas que yo más quería en el mundo. La otra, perdonen que insista, era Violeta.

En el ’92 ya era rasca. Rasca se les llama a las personas que sienten placer al ahorrar centavos. Por rasca no tengo la foto grupal de tercer grado: me parecía cara. Entonces le pedí a mi tía que fuera al grado y sacara fotos, así que Elvi irrumpió en medio de la clase de dibujo (dirigida por una señora poco feliz llamada Sarita) y disparó el flash una decena de veces. Las fotos son espantosas, casi no aparezco y, ahora que lo pienso, revelarlas era más caro que comprar la foto grupal. 

En 1992, además de rasca, era boludo yo.

Vivíamos con un perro que se llamaba Max y que me daba miedo. 

Me encantaban las papas fritas. En Pumper Nic pedía papas fritas y una hamburguesa sin tomate, sin queso, sin mayonesa, sin nada. O con algo: con papas fritas. 

Algún martes lluvioso faltaba a la escuela y completaba con Mati la revista El Ojo Sagaz

Me gustaban las malas de los dibujitos, como Gatúbela o Catra, la villana de She-Ra que está en la imagen de arriba. Jem y sus amigas, por ejemplo, me parecían inocentes con sus guitarritas rosas; The Misfits, las chicas malas, con sus pelos verdes y sus medias de red, me volaban el cerebro. Era el inicio de mis perversiones: años después, saldría con una flogger y me obsesionaría con las góticas, las darks, las punk y todas las que fueran capaces de usar medias rotas con orgullo.

En el ’92, Elisa Susana Bandín hizo repetir de grado a mi amigo Víctor y yo me largué a llorar. No lloraba por Newell’s ni por Víctor en el ’92: lloraba por mí. Estaba empezando a inhalar silencios. 

¿Cuántas, cuántas veces pateé la Caprichito naranja en el patio, grité un gol falso y me acerqué al tanque de agua para anotar el resultado de un partido que había inventado cinco minutos antes? 

¿Cuántas veces Diego y yo fuimos la Selección de Angola, cuántas veces Mati fue Estados Unidos, cuántas veces tiré al aro desde lejos y le pegué al caño de gas, y todos nos miramos como diciendo “algún día se va a romper”? 

¿Cómo me pude olvidar de que Mati estaba en séptimo grado, de que fueron las últimas veces que caminamos juntos hasta la escuela? De que bajábamos una mandarina de un árbol, justo a mitad de camino, y empezábamos a patearla. Del tiro desde lejos para meterla en la alcantarilla de la esquina de la escuela. De Elvi quejándose porque ensuciábamos las zapatillas, de los días de lluvia en los que tomábamos el 550, de Babu yendo a buscarnos con la botellita de agua, de los anillitos en la merienda, de Tati llegando a la noche con una Superman en la mano, de las otras setenta historietas en los cajones del placard amarillo, de las rifas que vendíamos con Chuna para sortear una torta incomible, de las jaulas vacías de pajaritos que se oxidaban en el galpón, de las lamparitas rotas por los pelotazos, del olor a manteca de cacao de una vecina llamada María Emilia, de las paradas de bicicletas que improvisábamos en las paredes, de las noches de verano en las que comíamos afuera, de mis dolores de piernas de los lunes, de Los Autos Locos, de escuchar a Fito Páez por primera vez...

¿Cómo puede haber pasado? ¿Cómo puede ser que no me acuerde nada, pero absolutamente nada, de ese vacío año llamado 1992?

viernes, 18 de febrero de 2011

El último clásico

Por Martín Estévez

En épocas en las que yo todavía usaba guardapolvo, en casa eran todos de Racing. Corrijo: se habían hecho de Racing por cariño a Albert, a Mati y a mí. Por eso, cuando se jugaba un Racing-Boca, todos queríamos que gane Racing. Todos menos Víctor: él hinchaba por Boca, gritaba los goles, nos desafiaba.

Yo pensaba que era para molestar, pero hace poco entendí que no. Que Víctor lo hacía para incentivar nuestro fanatismo por Racing dándonos un rival, un archienemigo. Si todos hubiéramos sido de Racing, los partidos hubieran sido aburridísimos. No hay nada más tibio que una conversación en la que todos piensan igual. No tiene gracia un juego donde todos queremos que gane el mismo. Sí: Víctor era de Boca solamente para que nosotros fuéramos de Racing.

El nivel de complicidad era enorme: durante el partido se gritaban los goles y, enseguida, se pedían las disculpas correspondientes. Pero se gritaban. Y durante los seis meses siguientes, todas las benditas mañanas, el último ganador recordaba el resultado con algún comentario burlón.

--Ay, Martín... ¿cuándo ganarán? –me decía Víctor después de un 4-0 de Boca.

--Ya les ganamos –respondía yo con injustificado orgullo-. Acordate del 6 a 4 en el ‘95.

Durante los noventa minutos que duraba el partido reinaba la paz. Siempre había un bizcochuelo, unos cafés y más de seis personas frente a la televisión. O tardecitas sentados frente a la radio. Con él compartí el 6 a 1 que, a Boca, lo dejó a un paso del título en el Clausura 91; y a mí, a un paso de la depresión. Con él compartí ése y treinta y siete clásicos más.

A principios de 2010 supe que a Víctor le quedaba poco tiempo de vida. Una enfermedad avasallante y brutal se le había instalado en el cuerpo para no irse.

El último clásico lo jugamos el 6 de marzo de 2010. Y yo sabía que era el último. Faltaban seis meses para que volvieran a enfrentarse y Víctor no iba a llegar. Ya no podía levantarse de la cama y había perdido parcialmente el oído y la vista. Me acosté al lado suyo y, por primera vez, no supe por quién hinchar. Me dediqué a relatarle el partido bien fuerte, a decirle cuánto tiempo faltaba, a hacerle creer que no le dolía todo.

Boca hizo el 1-0 enseguida y yo aproveché para enojarme y poner mala cara. En realidad estaba enojado porque mi abuelo se estaba muriendo, pero había que disimular para no levantar sospechas. Yo quería ser bueno e hinchar por Boca, para que Víctor se pusiera contento aunque no tuviera fuerzas para festejar, pero me costaba mucho desear contra Racing. Encima, el empate nos dejaba complicados con el descenso.

Peor me sentí cuando Racing dio vuelta el partido y se puso 2-1. No puedo negar que, por dentro, lo deseaba. Yo quería ser bueno, pero antes que bueno era hincha de Racing. Debería darme vergüenza.

Durante el segundo tiempo tuve ganas de llorar, de ver el partido, de hablar con Víctor de otra cosa y de irme, todo junto y sin pausas. Seguía diciendo sin parar que iban 19, que Racing iba a hacer el tercero en cualquier momento, que el partido era emocionante.

Cuando faltaban diez minutos ya no podía relatar porque tenía un nudo en la garganta. Pero no llorar cuando estabas con Víctor era sagrado. Ya no me importaban una mierda Hauche, Riquelme ni los promedios. Me le acerqué bien al oído, como para que no escuche nadie más, y le dije:

--Ahora viene el gol de Boca, Babu, ya vas a ver. Yo quiero que empaten así estamos contentos los dos.

Le acaricié la mano derecha y la frente. Y le sonreí la última sonrisa sincera que me quedó hasta su muerte. El mundo se hizo silencio y yo comprendí que se nos iba el Racing-Boca, los veintiseis años compartidos, la vida. Nunca más nadie iba a ser mi archienemigo. Si me despedí de Víctor muchas veces, ésa fue una de las más dolorosas.

Corrían 42 minutos del segundo tiempo y el empate de Boca era inminente: nos estaban peloteando. De pronto, Babu me tocó. Me acerqué y, con el hilo de voz que le quedaba, me dijo:

--Yo quiero que gane Racing, Martín. Yo quiero que gane Racing.

Le agarré la mano de nuevo, fuerte, y seguí relatando hasta el final. El equipo aguantó como pudo; Racing ganó 2 a 1. No sé de dónde sacó fuerzas, no sé de dónde saqué fuerzas, pero él y yo festejamos juntos, sin nadie alrededor, de la manera que pudimos. Dos meses después, Víctor murió. Desde entonces, no hay burlas a la mañana, ni canciones de cancha, ni sonrisas compartidas. Desde entonces, no hay Racing-Boca para mí.

miércoles, 19 de enero de 2011

Los cedros

Nadia camina por la calle Los Cedros, y se pregunta cómo serán. Cómo serán los cedros, pero también cómo serán las mañanas sin pesadillas y las tardes felices. Nadia se cruza con Lautaro, y Lautaro la mira, y suspira. Se siente tan vacío que hasta sospecha que es vil.

Un sol golpea el pelo rubio de Nadia, que no lo sabe. No sabe que su pelo es rubio, ni cuándo anochece, ni cómo llorar. Nadia no se queja ante Lucía, ni ante mamá, ni ante nadie. No mira nada, y suspira. Se siente tan vacía que hasta sospecha que es triste.

Ester frena el auto aunque el semáforo está verde. Desde que se separó de Luis se volvió menos cuidadosa, pero no ante personas como Nadia. Nadia no respeta el semáforo, pero no sabe. No sabe que no lo respeta, ni cuánto faltara para que algo, ni cómo eran los ojos de Nico.

Nico está en la cama de Mica, seguro de que es lo mejor. Es lo mejor estar con Mica, es lo mejor en la cama, es lo mejor sin Nadia. Nadie nunca lo vio. Nunca lo vio a Nico, ni al semáforo, ni a Lautaro. Mica nunca lo quiso.

Un día, Lautaro volverá a ver a Nadia y sabrá. Sabrá Lautaro que no es vil, sabrá Nadia cómo son los cedros, cómo son las mañanas sin pesadillas y las tardes felices. Sabrá cuándo anochece y cómo llorar. Un día, el que anochece es Nico. Un día, la que llora es Ester. Un día, los que se besan, salvados de muerte, bañados de cedros, son Nadia y Lautaro. Pero nadie los ve.

jueves, 6 de enero de 2011

Violeta

Por Martín Estévez

La culpa de mi tristeza la tiene Violeta. No la tristeza pasajera, que aparece porque perdió Racing o porque Tamara se enojó porque de nuevo estoy hablando sobre otras mujeres en mi blog. Esa tristeza se soluciona con un gol de Lugüercio, por un lado; o con mates y besos, por el otro. 

Violeta, en cambio, es la culpable de mi tristeza esencial, eterna e inmodificable. Violeta moldeó mi nostalgia con sus ojos.

Si de chico tenía una esperanza de que existiera Dios, era porque eso explicaba que ella y yo fuéramos todos los días a la misma escuela. Nos conocíamos desde el prescolar, pero recién en segundo grado me enamoré. Perdidamente.

Violeta tenía pecas y desesperantes ratos de timidez. Cuando algo le daba vergüenza no se ponía roja como cualquiera: los ojos se le cerraban un poquito y le brillaban, dejaba escapar un tercio de sonrisa majestuoso, movía los hombros con delicadeza insuperable. 

Cuando Violeta sentía vergüenza, mirarla me generaba exactamente lo mismo.

La segunda prueba de la existencia de Dios fue cuando nuestra maestra de segundo, Silvia (sobre quien escribí alguna vez), nos sentó juntos. A los dos. Violeta y yo. Solos. Fueron tres de las mejores semanas de mi vida, aunque casi ni me animé a hablarle.

Silvia decía que nos mezclaba a todos para que el grupo se integrara, pero yo intuía que no era así: ella sabía la verdad, había notado mi amor y había decidido (ya que era su alumno preferido) intervenir para que Violeta y yo nos casáramos de grandes.

(Hace poco, Silvia me juró que nos sentó juntos por motivos pedagógicos: éramos los únicos del grado que leíamos de corrido. Y también me aclaró que nunca fui su alumno favorito. Pero sé que es mentira: Silvia sabía que yo no podía vivir sin Violeta).

Quiero que lo entiendan: todo lo que escriba sobre mi vida entre 1991 y 2000 en realidad habla sobre Violeta. Todas mis acciones, mis pensamientos, mis sueños eran motivados por sus ojazos verdes. Todos mis textos sobre esos nueve cortos años se refieren a ella aunque simulen hablar de otro tema. Lo digo en serio.

En verano vivía en estado de animación suspendida. Casi no dormía por culpa de una pesadilla recurrente: comenzaban las clases, todos formábamos y ella no estaba. Violeta se había cambiado de colegio y mi mundo se había terminado para siempre. Para siempre, para siempre, para siempre. Verla el primer día me garantizaba un año más de vida. De hecho, el único motivo por el que hice el secundario en el Instituto Lomas fue porque ella se había anotado ahí.

Cualquier mínimo suceso que ocurriera entre nosotros me parecía un milagro. En tercer grado nos tocó el mismo turno para ir a la biblioteca; fue así como, para impresionarla, leí Fuenteovejuna, La vida es sueño y Fausto sin entender nada de lo que decían.

¿Seguro querés las obras completas de Voltaire? —me preguntaba la bibliotecaria con desconfianza.

En quinto votamos qué canción cantar a fin de año y eligió la misma que yo; durante tres meses tarareé ese tema con una sonrisa. 

La mejor nota que recibí en mi infancia fue un 3 en Ciencias Naturales: exactamente la misma que se sacó Violeta. Era maravilloso, ambos teníamos idéntico desconocimiento sobre la composición de las células. Para mí resultaba evidente: éramos el uno para el otro.

Cada año había una fecha determinante para saber qué sentía ella por mí: la entrega de las fotos grupales. Esa tarde todos firmábamos las fotos de todos, y a los que no tenían plata para comprarla, agarrábamos una hoja y les firmábamos igual.

Si en cuarto grado había vivido veinte segundos lumínicos discutiendo con ella quién pondría primero el inocente “Violeta” o “Martín” en la foto del otro (teníamos una sola lapicera para los dos), en sexto me rompió el corazón. 

Todos empezaban a soltarse y, en lugar de los nombres, proliferaban frases como Sos mi mejor amiga, Me parecés el más divertido del grado o Aguante River 95. Yo había ensayado durante días cómo firmarle y tomé la iniciativa, declarándola por escrito la chica más linda de todas las veredas del mundo. Ella me escribió lo siguiente:


Para un buen compañero
Violeta

¿Para un buen compañero? ¡¿Para un buen compañero?! Yo empezaba a crecer y ésa fue la primera verdad inmodificable de mi vida: ella no gustaba de mí. Nunca iba a gustar de mí. Volví triste a casa y no tomé la merienda. A la noche, asumí que debería adorarla sin esperar nada a cambio.

En realidad, siempre supe que no tenía chances con ella. Ninguna. Durante mi infancia yo era una especie de insulto a la estética: gordo, con pelo largo, inútil para conversar con una chica, cobarde. Tenía todo en contra y Violeta tenía dos cosas determinantes a su favor: sus ojos. Yo no estaba a su altura y eso me generaba doble angustia: lo sabía y no podía compartir mi dolor con nadie.

La ausencia total de amigos y la literatura suelen ir de la mano. Yo tenía ante mí la certeza del amor no correspondido en toda su magnificencia. Sabía que estaba condenado a soñar con alguien que nunca soñaría conmigo. El amor no correspondido era una monstruosa sombra negra que no me permitía mostrar los dientes al reír, que me hacía doler las piernas todos los lunes, que me empujaba hacia adentro para que yo nunca pudiera salir.

Pasar nueve años pensando en alguien a quien jamás vas a poder abrazar: eso me hizo ser lo que soy ahora. No hay nada que haya influido tanto en mi formación como persona como el amor no correspondido. No hay nada que me haya generado tanta melancolía como esperar sin esperanza. Pero los ojos de Violeta, además de tristeza, me dieron una vocación: si este blog existe es porque Violeta no me quiso.

Fue un sábado. Yo tenía 12 años y estaba en la casa de Juanca (mi papá) en Lugano. Eran las dos de la mañana y todos dormían. El Nintendo ya me había fastidiado y no hacía otra cosa que pensar, como siempre, en Violeta. En cada gesto que había hecho durante la semana, en qué excusa inventar para hablarle. En qué estaría haciendo, en cómo dormiría, en por qué, por qué, por qué nunca, ella y yo, estaríamos juntos.

La tinta la puso una lapicera de ésas que compraba Juanca. El papel lo puso Elite, porque usé una servilleta que estaba sobre la mesa. El alma la puse yo: supe que era de noche, que ella estaba lejos, que nunca sabría nada de mí y que yo estaba triste; supe que la angustia es perversa, que enamorarse es peligroso, que aunque había comido cinco porciones de pizza me sentía vacío.

Fue un ejercicio maravilloso porque no hubo nadie para verlo. Nació espontáneo, como si esas palabras hubieran estado siempre dentro mío, esperando para salir en cuanto me animara. No supe bien qué hice, pero lo hice: miré fijo la servilleta, apreté la lapicera y escribí mi primera poesía.