miércoles, 19 de enero de 2011

Los cedros

Nadia camina por la calle Los Cedros, y se pregunta cómo serán. Cómo serán los cedros, pero también cómo serán las mañanas sin pesadillas y las tardes felices. Nadia se cruza con Lautaro, y Lautaro la mira, y suspira. Se siente tan vacío que hasta sospecha que es vil.

Un sol golpea el pelo rubio de Nadia, que no lo sabe. No sabe que su pelo es rubio, ni cuándo anochece, ni cómo llorar. Nadia no se queja ante Lucía, ni ante mamá, ni ante nadie. No mira nada, y suspira. Se siente tan vacía que hasta sospecha que es triste.

Ester frena el auto aunque el semáforo está verde. Desde que se separó de Luis se volvió menos cuidadosa, pero no ante personas como Nadia. Nadia no respeta el semáforo, pero no sabe. No sabe que no lo respeta, ni cuánto faltara para que algo, ni cómo eran los ojos de Nico.

Nico está en la cama de Mica, seguro de que es lo mejor. Es lo mejor estar con Mica, es lo mejor en la cama, es lo mejor sin Nadia. Nadie nunca lo vio. Nunca lo vio a Nico, ni al semáforo, ni a Lautaro. Mica nunca lo quiso.

Un día, Lautaro volverá a ver a Nadia y sabrá. Sabrá Lautaro que no es vil, sabrá Nadia cómo son los cedros, cómo son las mañanas sin pesadillas y las tardes felices. Sabrá cuándo anochece y cómo llorar. Un día, el que anochece es Nico. Un día, la que llora es Ester. Un día, los que se besan, salvados de muerte, bañados de cedros, son Nadia y Lautaro. Pero nadie los ve.

jueves, 6 de enero de 2011

Violeta

Por Martín Estévez

La culpa de mi tristeza la tiene Violeta. No la tristeza pasajera, que aparece porque perdió Racing o porque Tamara se enojó porque de nuevo estoy hablando sobre otras mujeres en mi blog. Esa tristeza se soluciona con un gol de Lugüercio, por un lado; o con mates y besos, por el otro. 

Violeta, en cambio, es la culpable de mi tristeza esencial, eterna e inmodificable. Violeta moldeó mi nostalgia con sus ojos.

Si de chico tenía una esperanza de que existiera Dios, era porque eso explicaba que ella y yo fuéramos todos los días a la misma escuela. Nos conocíamos desde el prescolar, pero recién en segundo grado me enamoré. Perdidamente.

Violeta tenía pecas y desesperantes ratos de timidez. Cuando algo le daba vergüenza no se ponía roja como cualquiera: los ojos se le cerraban un poquito y le brillaban, dejaba escapar un tercio de sonrisa majestuoso, movía los hombros con delicadeza insuperable. 

Cuando Violeta sentía vergüenza, mirarla me generaba exactamente lo mismo.

La segunda prueba de la existencia de Dios fue cuando nuestra maestra de segundo, Silvia (sobre quien escribí alguna vez), nos sentó juntos. A los dos. Violeta y yo. Solos. Fueron tres de las mejores semanas de mi vida, aunque casi ni me animé a hablarle.

Silvia decía que nos mezclaba a todos para que el grupo se integrara, pero yo intuía que no era así: ella sabía la verdad, había notado mi amor y había decidido (ya que era su alumno preferido) intervenir para que Violeta y yo nos casáramos de grandes.

(Hace poco, Silvia me juró que nos sentó juntos por motivos pedagógicos: éramos los únicos del grado que leíamos de corrido. Y también me aclaró que nunca fui su alumno favorito. Pero sé que es mentira: Silvia sabía que yo no podía vivir sin Violeta).

Quiero que lo entiendan: todo lo que escriba sobre mi vida entre 1991 y 2000 en realidad habla sobre Violeta. Todas mis acciones, mis pensamientos, mis sueños eran motivados por sus ojazos verdes. Todos mis textos sobre esos nueve cortos años se refieren a ella aunque simulen hablar de otro tema. Lo digo en serio.

En verano vivía en estado de animación suspendida. Casi no dormía por culpa de una pesadilla recurrente: comenzaban las clases, todos formábamos y ella no estaba. Violeta se había cambiado de colegio y mi mundo se había terminado para siempre. Para siempre, para siempre, para siempre. Verla el primer día me garantizaba un año más de vida. De hecho, el único motivo por el que hice el secundario en el Instituto Lomas fue porque ella se había anotado ahí.

Cualquier mínimo suceso que ocurriera entre nosotros me parecía un milagro. En tercer grado nos tocó el mismo turno para ir a la biblioteca; fue así como, para impresionarla, leí Fuenteovejuna, La vida es sueño y Fausto sin entender nada de lo que decían.

¿Seguro querés las obras completas de Voltaire? —me preguntaba la bibliotecaria con desconfianza.

En quinto votamos qué canción cantar a fin de año y eligió la misma que yo; durante tres meses tarareé ese tema con una sonrisa. 

La mejor nota que recibí en mi infancia fue un 3 en Ciencias Naturales: exactamente la misma que se sacó Violeta. Era maravilloso, ambos teníamos idéntico desconocimiento sobre la composición de las células. Para mí resultaba evidente: éramos el uno para el otro.

Cada año había una fecha determinante para saber qué sentía ella por mí: la entrega de las fotos grupales. Esa tarde todos firmábamos las fotos de todos, y a los que no tenían plata para comprarla, agarrábamos una hoja y les firmábamos igual.

Si en cuarto grado había vivido veinte segundos lumínicos discutiendo con ella quién pondría primero el inocente “Violeta” o “Martín” en la foto del otro (teníamos una sola lapicera para los dos), en sexto me rompió el corazón. 

Todos empezaban a soltarse y, en lugar de los nombres, proliferaban frases como Sos mi mejor amiga, Me parecés el más divertido del grado o Aguante River 95. Yo había ensayado durante días cómo firmarle y tomé la iniciativa, declarándola por escrito la chica más linda de todas las veredas del mundo. Ella me escribió lo siguiente:


Para un buen compañero
Violeta

¿Para un buen compañero? ¡¿Para un buen compañero?! Yo empezaba a crecer y ésa fue la primera verdad inmodificable de mi vida: ella no gustaba de mí. Nunca iba a gustar de mí. Volví triste a casa y no tomé la merienda. A la noche, asumí que debería adorarla sin esperar nada a cambio.

En realidad, siempre supe que no tenía chances con ella. Ninguna. Durante mi infancia yo era una especie de insulto a la estética: gordo, con pelo largo, inútil para conversar con una chica, cobarde. Tenía todo en contra y Violeta tenía dos cosas determinantes a su favor: sus ojos. Yo no estaba a su altura y eso me generaba doble angustia: lo sabía y no podía compartir mi dolor con nadie.

La ausencia total de amigos y la literatura suelen ir de la mano. Yo tenía ante mí la certeza del amor no correspondido en toda su magnificencia. Sabía que estaba condenado a soñar con alguien que nunca soñaría conmigo. El amor no correspondido era una monstruosa sombra negra que no me permitía mostrar los dientes al reír, que me hacía doler las piernas todos los lunes, que me empujaba hacia adentro para que yo nunca pudiera salir.

Pasar nueve años pensando en alguien a quien jamás vas a poder abrazar: eso me hizo ser lo que soy ahora. No hay nada que haya influido tanto en mi formación como persona como el amor no correspondido. No hay nada que me haya generado tanta melancolía como esperar sin esperanza. Pero los ojos de Violeta, además de tristeza, me dieron una vocación: si este blog existe es porque Violeta no me quiso.

Fue un sábado. Yo tenía 12 años y estaba en la casa de Juanca (mi papá) en Lugano. Eran las dos de la mañana y todos dormían. El Nintendo ya me había fastidiado y no hacía otra cosa que pensar, como siempre, en Violeta. En cada gesto que había hecho durante la semana, en qué excusa inventar para hablarle. En qué estaría haciendo, en cómo dormiría, en por qué, por qué, por qué nunca, ella y yo, estaríamos juntos.

La tinta la puso una lapicera de ésas que compraba Juanca. El papel lo puso Elite, porque usé una servilleta que estaba sobre la mesa. El alma la puse yo: supe que era de noche, que ella estaba lejos, que nunca sabría nada de mí y que yo estaba triste; supe que la angustia es perversa, que enamorarse es peligroso, que aunque había comido cinco porciones de pizza me sentía vacío.

Fue un ejercicio maravilloso porque no hubo nadie para verlo. Nació espontáneo, como si esas palabras hubieran estado siempre dentro mío, esperando para salir en cuanto me animara. No supe bien qué hice, pero lo hice: miré fijo la servilleta, apreté la lapicera y escribí mi primera poesía.