sábado, 30 de junio de 2012

Yo también soy Damián Toledo

Por Martín Estévez

Por si no la saben, cuento la historia. Hoy, Chacarita se estaba yendo al descenso. Necesitaba ganar y perdía 1-0. Empató sobre el final y en el último minuto tuvo un penal a favor. Si lo metía, concretaba la épica hazaña de salvarse. Si no, quedaba condenado al doloroso infierno del descenso. Alguien tenía que hacerse cargo de ese penal, de esa bomba a punto de explotar. Ese alguien fue Damián Toledo.

Hasta hoy sabía poco y nada sobre él, pero me alcanzó con lo que vi. Damián agarró la pelota mientras los hinchas gritaban histéricos. Tomó carrera y le pegó como supo, como pudo, con la fuerza que el miedo no le había quitado. Y atajó el arquero. Me reconocí en su cara en el instante posterior al penal errado. Me vi reflejado en los ojos perdidos, en el alma frágil, en el frío en el cuerpo. Hoy, yo también soy un poco Damián Toledo.

Para que entiendan cómo se siente Damián Toledo, cómo me siento yo, hay que explicar una cosa: en el mundo hay tortugas y dragones. Existen muchos otros animales, pero hablemos de estas dos especies.

Las tortugas pasamos el 99% del tiempo en nuestro caparazón, asomando solo la cabeza y las extremidades. Por eso, cuando alguien siempre tiene fríos los pies y las manos, no crean en el tonto mito de la mala circulación de la sangre: en realidad, es tortuga.

Acostumbradas a analizar con paciencia cada acción, las tortugas nos sabemos frágiles y repetidas: cada tortuga se parece mucho a las demás. Hemos hecho excursiones temporales fuera del caparazón y salimos lastimadas. Muy. Aprendimos a valorar el calorcito de la casa propia, el silencio, la paz. Aprendimos a convivir con nuestros miedos sin molestarlos.

Los dragones, a diferencia de las tortugas, no son de verdad. Como todos sabemos, las tortugas existen; los dragones, no. Ser dragón es una construcción artificial: el dragón es en realidad cualquier otro animal, pero sostiene su disfraz de dragón sin importar las consecuencias. Los dragones son agresivos, avasallantes, conquistadores. Parecen no tener miedo y, si lo tienen, lo disimulan con brillantez. Se consideran únicos, incomparables. Los dragones compiten, y casi siempre ganan.

Cuando una tortuga está en presencia de un dragón, siente incomodidad; cuando un dragón está frente a una tortuga, siente indiferencia.

Yo sé lo que sentiste, Damián. Vi el fuego en tus ojos. Supe que, por un segundo, fuiste dragón. Podrías haber mirado para otro lado, total eran once los que podían patear. Podrías haberte quedado dentro de tu caparazón y observar sin riesgos el final de la historia. Pero vi el fuego en tus ojos. Te hiciste cargo de tu destino y del de los demás; como en la escondida, libraste por todos los compañeros. Y te salió mal.

A mí me pasó lo mismo. Llevo largo tiempo siendo tortuga, más por fatalismo que por elección; las tortugas somos tortugas, no cuestionamos eso. Pero ayer sentí el fuego. Una cosquilla que empieza siendo llamita y se hace fogata, y se hace volcán, y se hace erupción. Es un fuego incontrolable e instintivo, imposible de explicar desde nuestro tortuguismo.

Ayer fui dragón por un ratito. También levanté la mano y dije “pateo yo”. Me hice cargo de esta reputísima vida de tortuga por una vez. Un fuego que no sé controlar y me asusta, un fuego peligroso y para nada artificial, un fuego que me puede hacer mierda. Soy esa tortuga que fui toda mi vida, pero soy también este fuego.

Damián y yo corrimos a la pelota creyéndonos dragones y pateamos como tortugas. Lo arruinamos todo. Por eso sé lo que sentiste, Damián, porque yo también lo sentí. Los dientes apretados, el cuerpo tensionado al mango, el mareo, la cara contra el pasto y la mueca cruel de ver tu caparazón a un costado, vacío.

No vas a tener hambre en estos días, ni ganas de coger. Ni siquiera de putear. Vas a tener pesadillas y a despertarte transpirado. Vas a lamerte las heridas, avergonzado, adentro de tu caparazón. Pero es mi obligación, como tortuga, decirte que no hay nada que lamentar. Que, así como ni vos ni yo elegimos ser tortugas, tampoco elegimos el fuego. No era como el de los dragones, no era un fuego artificial: era de verdad. Los dragones juegan con fuego porque saben que se van a quemar los demás. Las tortugas, Damián, jugamos aunque lo más probable sea que terminemos con quemaduras de tercer grado en el corazón.

No digo que sea bueno lo que nos pasó. Digo que es inevitable. Yo también ahora tengo los dientes apretados, el cuerpo tensionado y la cara contra el pasto. Pero valió la pena por ese segundo de fuego. Después todo se fue a la mierda, pero ¿qué importa? El caparazón está ahí, imperturbable a las llamas y a los golpes. Lo otro, esa hermosura que sentimos por un instante, esa osadía de querer influir en la historia, de comernos el mundo, es lo que le da sentido a nuestra existencia. Nuestra existencia de tortuga, de dragón o de simples seres humanos.

Lo único importante es que la próxima vez que sintamos esa llamita volvamos a animarnos. Que tiremos el caparazón a la mierda y salgamos a vivir. Vos te animaste a patear, yo también. Un día, Damián, creéme, la pelota va a entrar. Un día, te lo juro por mi alma, las tortugas y su fuego reinarán.

sábado, 23 de junio de 2012

La culpa la tiene Casciari

Por Martín Estévez

Me pasa todo el tiempo. Siento unas ganas irrefrenables de escribir algo simpático y con alguna idea medio fumada, y justo cuando estoy por arrancar me doy cuenta de que lo que quiero decir ya lo escribieron Alejandro Dolina o Hernán Casciari. Entonces las ganas de escribir se me vuelven angustia, y la angustia continúa incluso cuando desisto de escribir, y termino deprimido sin saber por qué, y sin haber escrito nada. ¡Mierda!

Casciari me enseñó que Borges “dijo todo lo necesario que había para decir en el mundo. Las demás cosas que dijo o escribió el resto pueden estar bien o estar mal, pero no son tan, tan, tan fundamentales”. Qué bien escribe el hijo de puta de Casciari. Pero él, incluso afirmando que Borges escribió todo lo que había para escribir, sigue escribiendo. Debería tomarlo como ejemplo y escribir pese a todo, pero ya estoy deprimido, y no quiero escribir, ni leer, ni tomar como ejemplo a un forro que escribe tan, tan, tan bien que me deja sin ganas de nada.

Antes de empezar este texto (lo confieso con vergüenza de principiante) había hecho un listado de temas que podía desarrollar (según mi obsesión cronológica) sobre 1993: 

• Hablar sobre Matías Podestá, un compañero de 4º grado al que le decíamos Zapallito.

• Hacer una deducción matemática de cuántas lamparitas rompíamos con Mati jugando a la pelota.

• Recordar los partidos que jugó Racing ese año contando dónde estaba mientras se jugaban. La derrota 3-0 contra Vélez la escuché en un parque en el que estábamos porque Gaby quería ver a Festilindo; el 1-0 a Mandiyú fue un miércoles a la noche: el gol nació desde la radio de mi abuelo, semidormido, y me acerqué a escuchar si había sido de Racing o de los correntinos. Y así.

• Detallar los orígenes del prode familiar, que empezamos con Mati en el '93 y que sobrevivió hasta 2010.

• Contar mi búsqueda de historietas imposibles en Parque Rivadavia, especialmente para ver si alguno se compadecía y me regalaba el imposible especial Nº 4 de la Liga de la Justicia.

Pero, como esa gente que en el amigo invisible arruina todo averiguando quién le regala a quién, antes de empezar agarré a escribir agarré un libro de Casciari. Justo lo que no tendría que haber hecho. 

Así me dejó: deprimido, entendiendo que mis ideas son galletitas de agua húmedas, rancias, con las que es imposible cocinar un texto riquísimo como los de Casciari, o nutritivo como los de Dolina.

Sin embargo, desde el mismo libro, Casciari me tira ánimo: “El arte sólo requiere un 10% de talento; el resto es práctica tenaz y constante”. La frase no es gran cosa, pero de algo tengo que agarrarme. Y escribo. 

Escribo con tenacidad y constancia, aunque no hable sobre nada. Ni de lamparitas, ni de la radio de mi abuelo, ni del Parque Rivadavia. Pero escribo, no paro de escribir. Hago de la escritura mi ejercicio, mi desahogo y mi justicia. Insisto, buscando ese momento fugaz, peligroso e irrepetible en el que siento que escribí algo que me gusta leer. Como insistía buscando emociones ese gordito de 9 años que, cada vez que Mati le pegaba fuerte a la pelota, se tapaba la cabeza porque sabía que, instantes después, pasaría algo fugaz, peligroso e irrepetible: cientos de pedacitos de vidrio, que antes habían fingido ser lamparita, caerían como lluvia sobre su cabeza.