sábado, 1 de septiembre de 2012

Terapia infantil

Por Martín Estévez

La primera vez que fui a una psicóloga tenía 10 años. Me da mucha vergüenza contar esta situación, pero necesito exorcisarla. Un lunes me desperté a las 7:30, corrí a la cocina y les pregunté a mis abuelos dónde estaba mi mamá. Cuando respondieron que, como siempre, se había ido a trabajar, me largué a llorar. Y no paré.

Ojalá supiera el motivo, pero no lo sé. Sólo sé que lloré y lloré y lloré durante horas. Sin gritos, ni quejas, ni palabras: sólo lágrimas. Fanny y Víctor estaban viviendo la pesadilla que habían imaginado: Martín, el más pequeño de sus cinco nietos, por fin había enloquecido.

Enseguida me encerraron en la pieza para que nadie se contagiara. Yo los escuchaba hablar detrás de la puerta, pero sólo podía llorar. No reclamaba amor, ni regalos, ni faltar a la escuela. Lloraba con la mente en blanco, o demasiado llena de colores para distinguir alguno. La cosa se estaba poniendo fulera.

–Gaby, decile a Martín si quiere jugar diez minutos a la pelota, antes de que vayan al colegio –le dijo mi primo a mi hermana.

No, Mati, me parece que Martín no va. Está encerrado en la pieza llorando –respondió Gaby mientras se peinaba.

–¿Que qué? –se sorprendió Mati y, sin pensarlo, abrió la puerta con valentía.

Levanté la cara de la almohada y quedó petrificado. Nos miramos fijo. Intentó decirme algo, preguntarme, darme ánimo, pero no pudo. Con las lágrimas chorreando como una catarata silenciosa, hice un gesto lapidario. Seguro supo codificar el mensaje: “Parece que esta vez va en serio”.

Cuando Tati intenta sacarme fotos en un momento inapropiado, debería recordar sus viajes desde el trabajo por cualquier pavada: Gaby era abanderada, Martín actuaba de Belgrano, había reunión de padres. Colectivo-tren-colectivo-escuela-colectivo-tren-colectivo. Tres horas de viaje por unos minutos de orgullo materno. Y yo, qué hijo de puta soy, me quejo porque quiere una foto justo cuando tengo ganas de ir al baño.

La hora y media de Tati hasta casa debe haber sido de las peores. Cuando llegó y me preguntó qué pasaba, no tuve nada para decirle. Seguí llorando. Ella también sintió ganas de llorar, pero se contuvo. O tal vez lloró como lloran las buenas madres: con tanto disimulo que ni nos enteramos. Pasaban las horas y nos mirábamos con impotencia. Me apretó las manos en silencio y me miró, gesto que traduje como:

–Si no sé qué te pasa, no tengo idea de qué puedo hacer.

Le respondí moviendo los hombros, lo que significaba:

–Tengo 10 años, ¿cómo querés que lo sepa?

Probablemente ya era de noche cuando aparecieron las palabras salvadoras. A esa altura, Tati estaba más cansada que preocupada.

–¿Y si voy a un psicólogo? –le dije mientras me sonaba los mocos.

No se crean que vengo de una familia analizada: ni uno solo de los diez que vivíamos en la casa de Oliden había ido a terapia. Ni siquiera sé cómo demonios había aprendido la palabra psicólogo. Pero Tati accedió.

La primera experiencia fue nefasta. Después de una conversación de diez minutos en la que explicamos mi caso (o sea, que no teníamos idea de por qué no paraba de llorar), una licenciada muy de mierda nos cobró cien pesos y dijo que volviera tres días después.

Cuando salimos del consultorio, la paré a Tati en la vereda y le dije: “Es mucha plata, por ahí no hace falta un psicólogo. De verdad”. Ella confió en mí y me contó lo que sentía. “Sí, es mucha plata, pero además me dio esto –abrió la cartera y sacó una receta–. Quiere que tomes estas pastillas antes de venir”. Nos miramos aterrados. “Martín, no quiero que tomes esto. No sé ni qué es”. Acabábamos de descubrir la diferencia entre una psicóloga y una psiquiatra. “No, no, pastillas no”, dije pálido. Cruzamos la avenida corriendo y nunca más supimos de la vieja ni de los cien pesos.

Al final, Tati consiguió una psicóloga sin pastillas y dentro de nuestras posibilidades económicas: la hermana de una amiga. Era una chica joven, bastante novata, que la remó como pudo.

–Contame, Martín, ¿qué hiciste ayer?

–Y... Se armó un lindo partido, con dos equipos muy parejos, hubo alguna patada de más pero ninguna tarjeta roja. Jugamos noventa minutos y nada: un cero a cero cerrado, con pocas llegadas a los arcos, doctora.

–Mirá vos... ¿y en dónde jugaron?

–En el patio de mi casa.

–¿Entraron todos en el patio de tu casa? ¿Cuántos chicos eran?

–Yo solo.

A ella le sobraban buenas intenciones pero no sabía para dónde agarrar. Pobre santa. Se le ocurrió decirme que llevara juegos de mesa para usar durante la sesión. Habíamos empezado con la ruleta hacía sólo diez minutos cuando le conté:

–Mi hermana siempre me trata mal. Eso me pone triste.

–Bueno, cuando te trate mal, preguntale con tranquilidad: ¿por qué me tratás mal? ¿Qué te hice?

Al otro día, yo estaba mirando televisión y Gaby cambió el canal para molestar. Lo puse donde estaba, pero cambió de nuevo. Y otra vez. Y otra. Diez segundos después, y no es chiste, mi hermana estaba acurrucada en la cocina protegiéndose bajo una silla de madera. Yo era un cuerpo de 70 kilos de furia a punto de pegarle mientras gritaba:

–¿¿¿Por qué??? ¿¿¿Por qué me hinchás tanto las pelotas, por qué??? ¿¿¿Por qué no me dejás de joder de una vez, pelotuda???

Por primera vez, Gaby tuvo miedo de que le rompieran la jeta. Yo grité un poco más, me largué a llorar y me encerré en el baño.

Fue la última vez que me molestó.

A los tres meses, ya estaba hinchado las pelotas de ir a la psicóloga. Y mucho más cansado estaba de no tener amigos y de no poder contarle a nadie que sufría por una chica, que mi cuerpo me avergonzaba, que el mundo que estaba fuera de las paredes de mi casa me daba pánico. Hasta que una noche todos se juntaron a cenar y yo, que lloraba en la pieza (como siempre), llamé a Tati.

–Creo que ya sé lo que me pasa –le dije.

Tati respiró hondo. No sabía si estaba por anunciarle una solución o un problema. Me preguntó qué me pasaba.

–Me siento solo.

Ella necesitaba algo concreto. Que un compañero de colegio me pegaba, que se me había perdido una historieta o que no quería ser más de Racing. Pero lo que le dije era muy abstracto y no le gustó nada.

–¿¿¿Te sentís solo??? ¿¿¿Te sentís solo??? ¡Martín, mirá a tu alrededor! ¡Somos diez personas, en esta casa no podés estar solo ni aunque quieras! –me dijo–. Yo te quiero ayudar, ¡pero no me vengas con pelotudeces!

Sí, Tati, te lo juro: dijiste pelotudeces. Igual, no te culpes ni te preocupes: no sólo te perdoné, sino que gracias a eso me di cuenta de que no podía depender de alguien para todo. Había cosas que ni Tati, ni Mati, ni mis abuelos, ni nadie podía hacer por mí. Dejé de llorar sin sentido, de llamar la atención, de esperar que alguien me entendiera siempre. Crecer, igual, dolió como la mierda.

Mi primera frase en la siguiente sesión con la psicóloga fue también la última:

–Le quería decir que no voy a venir más.