domingo, 4 de noviembre de 2012

Ir a la cancha es una mierda

Por Martín Estévez

Los que dicen que ir a la cancha está bueno, mienten. A menos que vivas en Europa, ir a la cancha es salir de tu casa a las seis de la tarde con la camiseta escondida para que no te caguen a palos en el viaje y pagar 50 pesos para estar tres horas parado en un lugar cuyos baños son lo más parecido al infierno que conocí. Ir a la cancha es entrar una hora antes para tener una ubicación donde al menos veas algo y que, cinco minutos antes del partido, entre la barrabrava, empuje a todos, termines justo atrás del tipo más alto del mundo y te la pases espiando por los costados del gigante.

Ir a la cancha es fumarte el humo del tabaco y la marihuana de treinta mil tipos, pasar noventa minutos pegado a un grandote transpirado y en cuero. Ir a la cancha es que el sacado de atrás te escupa cada vez que putea, cada vez que alienta y cada vez que habla. Es no poder disfrutar un gol porque enseguida viene una avalancha que te golpea la cara contra el hombro de otro y te deja tirado en el suelo. Si tenés anteojos, te aseguro que la avalancha es una verdadera pesadilla.

Ir a la cancha es que te venda un vaso de gaseosa rebajada con agua, a diez pesos, un tipo que pasa cada cinco minutos por donde no hay lugar para pasar y te grita al oído “¡cocaaaaaaaa!” justo cuando está por venirse un gol. Ir a la cancha es que termine un partido malísimo en el que tu equipo perdió 1-0 y esperar treinta minutos para que los cincuenta tipos de la hinchada rival se vayan. Antes, claro, cantan canciones soeces en las que te someten a todo tipo de vejaciones sexuales.

Ir a la cancha es salir del estadio a las once y cuarto de la noche, rezando para que no haya choque de barras y apurado para que no se escape el último tren. Ir a la cancha es viajar en un vagón repleto de hinchas calientes que cantan canciones brutales asustando a señoras que vuelven de trabajar y que tratan de no mirar fijo a nadie para que no les afanen.

Ir a la cancha es perder todo el puto sábado, o el puto domingo, para pagar los autos lujosos de futbolistas millonarios que duran seis meses en tu club. Es haber dejado de estudiar, de visitar a tu abuela en su cumpleaños, de juntarte con tus amigos, de dormir la siesta para estar ahí, para cumplir con un ritual absurdo que, después de una derrota estrepitosa, te caga no solo un día, sino toda la semana. Porque el lunes, en el trabajo, en el colegio o en el almacén no va a faltar un pelotudo que te diga “¡Se comieron tres de nuevo, eh!”. A esos hijos de puta habría que prenderlos fuego.

Mi primera vez en una cancha fue en el ‘91. Mi papá, que había desaparecido durante dos años, volvió a verme y quiso meter presión para que yo fuera de River llevándome a un partido contra Racing. ¡Ja!, dije yo y fui a la tribuna de River con un gorrito de La Academia. Resultó una experiencia de mierda: fue la primera vez que escuché expresiones como “chupame la pija”, a Juanca lo cargaban porque su hijo le había salido perdedor y encima el partido se suspendió porque al arquero de River le tiraron un piedrazo en la cabeza. Juro que todo es cierto.

En el ‘94 fui por primera vez a la popular de Racing, con mi tío Alberto, mi primo Matías y un amigo suyo, Rodrigo. Argentinos tocaba la pelota mientras Racing la veía pasar. Cuando faltaban diez minutos, Albert me sentó sobre la pared que separa la tribuna del foso para que viera cómo los hinchas insultaban y le tiraban cosas al presidente del club, el impresentable Juan De Stéfano, que estaba escondido en una cabina de transmisión. El foso, para los que no lo saben, es un hueco lleno de agua podrida que rodea la cancha para que los hinchas no entren a cagar a piñas a los jugadores. Lo único que hice en esos minutos fue rezar para no desbalancearme y morir cayendo de cabeza en ese pozo sin fondo. En el último minuto, el Piojo López capturó una pelota perdida y puso el 2-1 para Racing. Albert, Mati, Rodrigo y yo nos abrazamos. Qué grande el Piojo.

Durante los años siguientes, el contexto se repitió. Una vez por torneo, Albert juntaba plata y nos llevaba a la cancha contra algún rival poco peligroso. La rutina terminaba casi siempre con una derrota.

En el año ‘98, Racing llevaba 32 años sin salir campeón, pero armó tan buen equipo que el día del debut como local, como Albert no podía, nos llevó Tati. Empezamos ganándole 2-0 a Rosario Central y ella dijo: “No sé por qué siempre vuelven de la cancha tan tristes, si esto es divertido”. Con Mati la miramos en silencio. Dos horas después, Racing había perdido 5-3 y, mientras volvíamos, Tati dijo enojada: “A estos muertos no hay que venir a verlos nunca más”.

Meses después, la Justicia determinó que Racing "había dejado de existir". Tal vez Tati me vio llorar a escondidas en esos días, o se enteró de que hacía colectas en la escuela para levantar la quiebra. Por lo que sea, cuando el equipo volvió a jugar, en marzo del ‘99, nos dijo a Mati, a Rodri y a mí: “Nos vamos para Santa Fe”. Y fuimos en una caravana increíble hasta la cancha de Rosario Central, a vengarnos del humillante 5-3 del torneo anterior. Hacía un calor bestial, estuvimos apretadísimos en la tribuna y, claro, perdimos 2 a 1.

Eran semanas de sufrimiento. Racing estaba a punto de desaparecer y cada partido era una agonía, casi como despedir a un pariente enfermo. Juanca lo comprendió un domingo en el que yo estaba en su casa y se jugó el clásico contra Independiente. Racing perdió 2-0 y quedó último. Habrá sido muy fuerte ver mi sufrimiento en vivo, porque cuando volvió a jugar después de otro coma institucional, me llevó a la cancha. Sí: mi papá, el tipo que me odió cuando me vio con una camiseta celeste y blanca, estaba ahí, con la gente de Racing, aplaudiendo cada vez que Perico Ojeda peleaba la pelota en el banderín del córner. Al final, claro, perdimos 1 a 0 contra Argentinos.

Las cábalas, a veces, son crueles. A mi prima Chuna la llevamos en el 2000, y Racing, que sumaba nueve meses invicto como local, perdió 2-0 contra un Ferro que no le ganaba a nadie. Pobre Chuna: no volvió nunca más.

En 2001, cuando el equipo peleaba el descenso, fue la primera vez que tuve la iniciativa de ir a la cancha. Me habían regalado plata por mi cumpleaños y le dije a Albert, con timidez: “¿Podríamos ir el viernes, no? Yo tengo para mi entrada”. Fue contra Lanús y al final no me dejó pagar. ¿El resultado? Racing erró dos penales y terminamos 1 a 1.

El 2 de diciembre de 2001 se jugó el partido más importante del mundo. Si Racing no perdía contra River, daba el paso clave para ser campeón después de 35 años. Ahí estábamos Albert, Mati, Rodri y yo, hermosamente apretados en la popular. Yo rogaba que, por una vez, no volviéramos callados y tristes. El olor a marihuana ya me parecía simpático y en el segundo tiempo, cuando River ganaba 1-0, me vi gritando “¡Vaaaaaaaaaamos, Racing, carajooooooooooo!” y escupiendo sin querer al tipo que estaba abajo, un grandote transpirado tan nervioso como yo.

A cuatro minutos del final, Bedoya metió el gol más importante del mundo. Los cuatro nos abrazamos y empezamos a gritar “dale campeón”. Yo lloraba sin parar. Albert parecía el hombre elástico: nunca más lo vi saltar así. A mí no me importaban las cargadas en la escuela o perder siempre. Sólo quería que Racing no desapareciera para seguir escuchándolo con Víctor, yendo a la cancha con Albert, cantando “La Acadé, La Acadé” mientras caminaba por Lomas. Y ahora estaba ahí, gritando “dale campeón” mientras volvíamos en tren. Una señora que viajaba con su hijo nos veía saltar como resortes y sonreía. Seguro era de Racing.

Falté a mi entrega de medallas del secundario para ir con Gaby al amistoso en el que festejamos el campeonato, un 5-1 ante Guaraní de Paraguay. En los partidos siguientes, aunque perdiéramos, el recuerdo del título nos consolaba. Yo ya era más grande y las charlas con Albert y Mati a la vuelta de la cancha, en la pizzería Las Carabelas, no eran solo sobre Milito y Chirola Romero; empezamos a conocernos más mientras los mozos miraban con cara de “son las dos de la mañana y queremos cerrar”.

En 2004 ya era periodista y por primera vez me acreditaron para un partido de Racing: cubrí el 0-0 de visitante contra Quilmes para el (detestable) diario Clarín. El 10 de abril de 2005 cumplí 21 años y me designaron para Racing-Independiente: un maravilloso 3-1 con golazo de Lisandro López incluido. Aún recuerdo la frase que elegí de Navarro Montoya, arquero del Rojo, para empezar mi nota: “Fuimos un equipo amargo”. Mi periodismo partidario encubierto daba sus primeros pasos.

Cuando el Piojo López volvió a Racing después de 11 años, me hice socio para no perderme ningún partido suyo. Pero, días antes del debut, Rosana rompió nuestros seis años de noviazgo y me destrozó el corazón. Ir a la cancha se transformó en mi último refugio, el rincón del mundo donde simulaba gritar goles del Piojo mientras gritaba mi dolor. Era un fantasma en las tribunas y esperaba una situación que me permitiera saltar o insultar para no implotar por dentro. La extrañaba mucho.

Los que piensan que me independicé cuando me fui a vivir solo no entienden nada. Mi declaración de independencia llegó el 16 de junio de 2007. Racing cerraba un mal torneo contra Godoy Cruz, un congelado viernes a la noche. Por primera vez, nadie quiso ir conmigo a la cancha. La tentación de mirarlo por tele al lado del horno era enorme, pero jugaba el Piojo López, así que agarré el carnet, las monedas para el colectivo y encaré para el Cilindro. Por primera vez, elegí en qué lugar de la tribuna ubicarme: exactamente donde iba siempre con Albert y Mati. El Piojo metió un gol memorable de tiro libre y Racing ganó 4 a 2. Volví a la medianoche, solo, extrañando a Albert y a Mati, y a Rosana. Pero sintiéndome vivo.

Mi amor por ella empezó a terminarse cuando me mandó un mail contándome que había ido a ver un 1-1 entre Racing y Banfield... ¡a la tribuna de Banfield! Mirá, Rosana, yo puedo aguantar que me dejes, que me rompas el corazón, que destroces todos mis planes futuros en una noche. Pero que tu nuevo novio te lleve a la tribuna visitante cuando juraste ser de Racing para siempre es im-per-do-na-ble. Sos la peor ex novia del mundo, no pienso sufrir nunca más por vos. Ah: y ojalá se vayan a la B.

En 2008, Racing estaba al borde del descenso y seguimos la campaña con fanatismo. Fecha a fecha, derrota a derrota, nos dábamos ánimo para no abandonar. Volvíamos siempre con dolor en el cuerpo, angustiados, hechos mierda. “Tío, ¿seguro querés venir hoy?”, preguntaba yo con culpa. “Vamos, Martincito, vamos. Hoy ganamos seguro”, me respondía. Pero Estudiantes nos daba vuelta el partido y perdíamos 2 a 1, con tres expulsados y escándalo incluido. Siempre lo mismo.

Finalmente, Racing cayó en la Promoción y todo se definía en un partido: si perdía contra Belgrano en Avellaneda se iba al descenso. El fin del mundo era un chiste comparado con eso. Entresemana, Albert nos mandó un mail ofreciéndose a comprar plateas para estar más tranquilos, porque iba a haber 50 mil personas en la cancha. Mi respuesta textual fue la siguiente:

“Me gusta la popular porque siento que ése es mi lugar, porque veo las mismas caras tristes cada partido y ansío verlas felices una vez, y porque si vuelven a estar tristes quiero compartir su tristeza. Si algo tiene que pasar, que sea en ese lugar, donde me abracé y revoleé remeras con ustedes. Probablemente en algunos años prefiera ir a la platea para sentarme y tomarlo como un juego, pero el domingo quiero seguir creyendo que el destino de la humanidad se define en 90 minutos, y que los buenos son los de celeste y blanco”.

Salimos cuatro horas antes del partido, con las camisetas puestas y sánguches de milanesa para todos (la mía de soja, porque ya era vegetariano). El viaje y la espera fueron tensos. No sabíamos qué decir para ahuyentar los malos augurios. El fin del mundo, Racing en la B, estaba ahí, a un partido de distancia. La cancha explotaba y me llenaba de orgullo que siguiera entrando gente hasta aplastarnos, hasta ser todos uno, hasta que no hubiera lugar ni para rascarse la cabeza.

El vendedor tampoco podía moverse y gritaba desde su lugar: “¡Coooocaaaaaaa! ¡Y vamos Racing que hoy ganamos!”. A los 10 minutos, Maxi Moralez metió un golazo y me golpeé la cara contra el hombro del de adelante. Y lo abracé, y abracé a Albert y a Mati. Sufrimos el resto del partido, pero ganamos 1 a 0 y nos quedamos en Primera. Esperamos treinta minutos hasta que salieron los de Belgrano, pero no nos fuimos: nos quedamos media hora más cantando “soy de Racing, soy de Racing”. El regreso en tren fue uno de los viajes más placenteros de mi vida.

Cuando mi amigo Sebastián Fernández volvió luego de varios meses en España, nuestro reencuentro fue en la popular. Racing, claro, perdió 2-0 con Colón. En 2010 fui por primera vez a la cancha con una novia: Tamara y yo festejamos juntos un 1-0 clave contra San Lorenzo. Y este año lo invité a Leandro, mi intelectual compañero en la carrera de Letras, a un partido “tranquilo”. Para qué: Racing erró dos penales, empató 1 a 1 con Atlético de Rafaela y él me vio gritando como un desquiciado por un gol mal anulado a Sand. Qué papelón.

Acabo de contar las veces que vine a ver a Racing: este fue mi partido 108. Estoy en la platea gracias a mi acreditación de prensa, mandé estadísticas por mensaje de texto a otros periodistas, le relaté la mitad del partido por teléfono a Leandro, disfruté de un estadio repleto y me prometí volver pronto a la popular.

Mientras me preparo para volver en el tren, miro este estadio gigante y me acuerdo de Albert, de Mati, de Rodri, de Tati, de Chuna, de Gaby, de Sebastián, de Tamara, de Leandro: de ellos y de todos los que alguna vez entendieron que, aunque venir a la cancha siga siendo una mierda, es una de las cosas que más me gustan en el mundo.