domingo, 21 de abril de 2013

¡Soy varón, la puta madre!

Por Martín Estévez

A los 11 años, yo era mujer. No se trataba de preferencias sexuales, un problema hormonal o travestismo. Simplemente, el mundo me creía mujer. El aviso había llegado dos años antes, cuando mi abuelo viajó a Rusia y mostró fotos de sus nietos argentinos. “¿Quién es esta nena tan linda?”, le preguntaban a Víctor, que se moría de vergüenza, mientras me señalaban a mí. Él mismo me lo contó, lleno de angustia. “Qué sociedad retrógrada”, pensaba yo, sin saber qué significaba retrógrada. Pero, tiempo después, la cosa se puso peor.

Estábamos en sexto grado y a la salida de la escuela comenzaban a promocionar el viaje de egresados de séptimo (viaje que, lo cuento de paso, jamás hicimos). Una promotora de la empresa Compañía hablaba con las chicas; y otra con nosotros, los chicos. La desalmada que estaba con mis compañeras, no puedo borrarlo de mi cerebro, les dijo en voz alta y muy suelta de cuerpo: “¿Y esa chica por qué se junta con los varones y no con ustedes?”. La chica era yo. Todos notaron que escuché, y fue tan humillante la situación que nadie se burló. Mariana, la más varonera de mis compañeras, fue la única que se animó a responder. “Es un varón”, dijo bajito. No volví a participar de reuniones que tuvieran que ver con ese viaje de egresados.

El golpe fatal, y no me da gracia contarlo, sucedió meses después. Tati nos llevó a Mati y a mí a un entrenamiento de Racing; teníamos la posibilidad de entrar al vestuario para ver de cerca a Nacho González, al Mago Capria, al Chelo Delgado. Nuestro nexo era el ayudante de campo, que cuando nos vio le dijo a mi mamá: “Los jugadores se están bañando. Yo no tengo problemas con que entren, pero no sé si ella se va a sentir cómoda”. Ella era yo. Tati, que no notaba que su hijo era un travesti con pantalones, respondió tranquila: “No hay problemas, que entren, yo los espero afuera”. “Qué pervertida”, habrá pensado el tipo.

A partir de esa vez empecé a perseguirme todo el tiempo. No veía la hora de cortarme el pelo, de que me creciera la barba, de tatuarme mi nombre en la frente. “¡Soy un varón, la puta madre!”, decía cuando estaba solo, pero con voz finita y femenina. No es chiste, se los juro: cada vez que veía a alguien que no conocía, me anticipaba a cualquier palabra suya diciendo: “Hola, me llamo Martín”, incluso en situaciones que me hacían pasar el ridículo. Claro: prefería parecer boludo a parecer mujer.

Ahora, que deseo ser homosexual, boliviano y musulmán para pertenecer a las minorías oprimidas, la situación me parece graciosa. Pero en aquel momento era una preocupación constante, un problema gravísimo, una pesadilla que revivía cada vez que algún almacenero italiano e imbécil como Beto me decía: “¿Qué vas a llevar, nennna?”. ¡Soy un varón, la puta madre! Si Chuna no tuviera tanta mala memoria, recordaría esa mañana triste que yo nunca pude olvidar.

¿A qué viene todo esto? A que no sé hasta qué punto dejé de ser mujer. Sí, me corté el pelo y me dejé la barba para afianzar mi masculinidad (sólo faltó tatuarme “Soy Martín” en la frente) pero el mundo, casi siempre, me sigue ubicando en el bando femenino. No es sólo que no sé manejar, sino que detesto los autos. No es sólo que no sé preparar un asado, sino que soy vegetariano. No es sólo que acompaño a mujeres a comprarse ropa, sino que puedo explicar con precisión qué es un strapless, con qué combina una remerita fucsia y cuándo queda bien usar zapatos con plataforma.

Acá estoy, tipeando estas letras con una postura muy delicada y las piernas cruzadas, con Alejandro Sanz y Kevin Johansen sonando de fondo, en un mundo que me ve haciendo teatro, estudiando letras, cocinando verduritas y subiendo fotos al Facebook.

Yo disimulo yendo a la popular de Racing para insultar a lo bestia, pero mi amor por el Piojo López y Diego Milito me deja bajo sospecha. Recorto fotos de Luciano Vietto y las pego por todos lados como una adolescente enamorada. Y vivo rodeado de chicas que se la pasan contándome sus problemas sentimentales, físicos, hormonales y sexuales con un nivel de intimidad que me corre del lugar de hombre y me transforma en una amiga más. Melisa, Micaela, Luz, Anahí, Maru, Eugenia, Laura, sépanlo, yeguas: todo esto es culpa de ustedes.

“¡Soy varón, la puta madre!”, grito cuando estoy solo, pero sigo evitando canciones de Arjona porque me ponen triste, tomando té de manzanilla con azúcar orgánica, dedicándole tiempo a mis hermosas plantitas y durmiendo abrazado a una almohada.

Harto, harto estoy de esta postura maricona, de que nadie respete mi nuez de adán, de que los pelos de mis piernas no signifiquen nada de nada para un mundo que espera de mí sensibilidad y delicadeza. Voy a transformarme en un machote de verdad, en un hombre hecho y derecho, en un musculoso guarro que se agarre a piñas sin miedo. Voy a luchar y luchar y luchar contra esta imagen que me persigue desde los 11 años para honrar esa frase que tanto me gusta y que hace poco vi escrita en una remerita negra re linda, con mangas tres cuartos y que se podía combinar con alguna pollerita de jean: “Mujer hermosa es la que lucha”.