jueves, 31 de diciembre de 2015

El día que salvamos a Racing

Por Martín Estévez

Las personas necesitamos grupos de pertenencia. Sentir que somos parte de algo. Es una de las ideas básicas de la psicología. Los amigos, la escuela, el trabajo, el barrio o hasta nuestro signo del zodiaco nos hacen creer que tenemos puntos en común con otros y nos evitan la tristeza de estar solos. Mi principal problema en 1999 era que tenía un solo grupo de pertenencia: Racing. No, no. Miento: el principal problema era que Racing había dejado de existir.

Era gordo, anteojudo, usaba aparatos fijos y pelo largo. No tenía amigos. Había terminado 9° grado y empezaría el Polimodal en otra escuela. Mi primo Matías ya tenía 19 años e iniciaba su vida de adulto. Yo estaba solo. Por eso Racing era tan importante para mí: ocupaba mi tiempo libre, me permitía escapar mentalmente de mi habitación y pensar en Avellaneda, compartía con un millón de personas el deseo de que once tipos patearan bien. Hoy puedo explicarlo, así que cuidado los que estén orgullosos de que su hijo es fanático de un club: lo está usando para tapar vacíos.

En aquellos tiempos, Racing venía para la mierda: 33 años sin ser campeón y muchos problemas económicos. El cuchillazo llegó el 4 de marzo. Liliana Ripoll, que manejaba las cuentas del club, dijo ante las cámaras “Racing Club Asociación Civil ha dejado de existir”. Ay ay ay, pensé yo. ¿Y ahora?

Lo que siguió fueron días legendarios: conmoción en distintos sectores sociales, hinchas llenando un estadio en donde nadie jugaba y presión hasta que reabrieron el club. El problema era que Racing debía 32 millones de dólares y, de algún lado, esa plata tenía que salir.

Yo, que había viajado hasta Rosario para acompañar al equipo cuando volvió a jugar, no podía quedarme de brazos cruzados. Y enseguida entendí cómo ayudaría.

Se había abierto una cuenta bancaria para depositar plata y ayudar a pagar las deudas. Como ningún dirigente era confiable, se hizo a nombre de dos ídolos del club: Gustavo Costas y “Teté” Quiroz. No solamente decidí invertir casi todo mi capital ($10), sino que, durante varios días, me acerqué uno por uno a mis nuevos compañeros de escuela para explicarles la situación y pedirles una colaboración.

Tuve buena recepción: entre moneda y moneda, juntamos $9,66. Para que tengan una idea, con esa plata podrían haber comprado 96 bolsas de palitos salados, que salían $0,10. Pero apostaron por Racing. Sinceramente, me sentí un poco conmovido.

El 23 de abril entré por primera vez a un banco, encaré al cajero del Bank Boston y le dije:

Vengo a depositar esto a la cuenta 012-02766705.

“Esto” eran 133 monedas, incluyendo las 56 de un centavo que donó Marcelo. El  cajero puso mala cara.

Es para Racing –le dije.
¿Cuánto hay? –me preguntó.
Diecinueve con sesenta y seis.

Ni las contó. Sonrió, llenó un formulario, me dio el comprobante y me deseó buen día.

Aquel año de Racing no fue sencillo: en los siguientes siete meses perdió 3-0 contra Estudiantes, 4-0 contra Boca, 4-0 contra San Lorenzo, 4-0 contra River, 4-0 contra Cruzeiro y 7-0 contra Palmeiras. Sí: 7 a 0.

Para no aburrirlos más, les resumo: la historia tuvo doble final feliz. Racing tardó doce años, pero en 2010 terminó de pagar su deuda y su existencia dejó de correr peligro. Y yo, durante aquel 1999, conocí a Nicolás, Lucas, Marcelo y Juan Manuel, y formé mi primer grupo de amigos.

¿Por qué cuento todo esto? Porque soy agradecido; y creo que este es el mejor homenaje que puedo hacerles a esos compañeros, casi todos hinchas de otros clubes, que vieron en mis ojos una súplica irresistible. Que entendieron que, si moría Racing, ese chico de 14 años se quedaba sin grupo de pertenencia.

Estoy seguro, segurísimo, que sin esos $19,66 que juntamos, Racing no hubiera subsistido. Que la situación, en un momento, era angustiante. Muy angustiante. Que los números no cerraban por ninguna parte y que todo dependía de la palabra del juez que llevaba la causa. Que el juez dependía de un contador. Que lo que el contador le dijera al juez dependía de la cantidad de plata que hubiera en esa cuenta. Y que, cuando el contador pidió el saldo, gracias a nosotros, en vez de ver la pequeñísima suma de “$1.999.980,34”, vio un inmenso “$2.000.000”, llamó al juez y le dijo:

Tranquilo, doctor: Racing Club Asociación Civil puede seguir existiendo.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Primeros años sin mi abuelo

Por Martín Estévez

Mi abuelo era una persona bastante normal, lleno de cosas buenas y de cosas malas. Hoy cumpliría 90, pero a los 84 se me murió entre las manos. Se me murió durante seis meses. 

Mi abuelo se llamaba Víctor y su nombre me dolía, porque se me murió y yo no sabía qué era la muerte. La aprendí toda entera, toda junta, cursé las 30 materias de la muerte en un semestre al lado suyo. Pensé que sólo lloraba por su muerte yo, que era todo Víctor. Pero no, por suerte no. 

Lloraba por otras cosas, porque me dolía mi vida, y encima ahora era mi vida sin él y con la muerte. Pero ya no me duele. Ya no me duele mi vida, porque la encontré. 

Lo lagrimeo, sí, ahora mismo. Si le miro los ojos en las fotos me los acuerdo tan fuerte, tan raro, tan Víctor. Tan callado y tan europeo, un poco polaco y un poco ucraniano, tan difícil y con esa risa tan risa. Tan normal, tan persona, tan lleno de buenas y de malas, con casi nada especial. 

Sólo tal vez haber construido una casa entera con sus manos, una casa y media con sus manos, durante años y fríos y lastimaduras y hambre y barcos y nieve. Toda una casa y media con sus manos para que yo pudiera acomodar ahí mi infancia, mis historietas, mis diarios de Racing, mis desamores.

Tan humilde (lamento que esas cosas no se hereden) para hacerme sentir que ese mundo que se había construido escapando del dolor, del autoritarismo y de las hermanas muertas por defender ideales, que esa casa a la que le metió tanto ladrillo, cemento y amor, era también mi casa. 

Te guardo acá, gordito lindo. En mi memoria.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Mi mentira tiene patas largas

Por Martín Estévez

Esta historia, como todas las del blog, es cierta. Contaré en estos párrafos cómo le mentí a una autoridad municipal para intentar conquistar a una menor de edad, cómo abusé de la confianza de una buena persona y, además, pondré fin a un largo secreto, ya que hasta ahora no se la había contado a nadie. 

En el año 1998, yo estaba en 9° grado; y había una chica de 7° que me gustaba. Se llamaba María de los Ángeles Albornoz. La veía sólo en los recreos e intentaba seducirla torpemente. Ella ni me registraba. Eran años sin celulares ni mails, así que tenía como máximo objetivo, antes de que terminara el año, conseguir el teléfono de su casa.

Pero María de los Ángeles, que a sus 13 años había besado a más personas de las que yo besé hasta ayer a la tarde, dejó de ir al colegio dos meses antes del fin de clases, sin aviso alguno.

En las vacaciones, recordé una historia que había vivido años antes. Fue tres días después de la llegada de un compañero nuevo, un riojano simpático llamado Lautaro. En un recreo, le expliqué cómo era la vida en Lomas de Zamora y le conté que yo era una porquería de persona, pero que en la escuela creían que era bueno.

Lautaro no entendió mi teoría, entonces se la expliqué de forma práctica.

-Mirá -le dije.

Un chico de 4° grado que jugaba a la mancha pasó corriendo y yo, sin disimulo, le metí la traba. Rodó por el cemento, cayó y se largó a llorar. Se acercaron dos o tres maestras corriendo.

-¿Qué pasó, qué pasó? ¿Estás bien? -le preguntaban. El chico me señaló.

-¡Fue él, fue él! ¡Me metió la traba! -gritó mientras se agarraba fuerte la rodilla.

Yo miraba en silencio.

-¡¿Martíiiin? Imposible, imposible. ¡Te habrás tropezado! -decían a coro-. ¡Martín es incapaz de hacerle mal a alguien!

Yo sonreí. Lautaro me miró con una mezcla de confusión y terror. Juro por mi mamá que sucedió exactamente así. ¿A qué viene esta historia? A que, si quería ese teléfono, podía recurrir a mi buena imagen para conseguirlo de modo ilegal.

Ya en febrero, la mayoría de mis compañeros se pasaban las tardes tratando de aprobar alguna de las materias que se habían llevado. Yo, con la misma cara con la que le había puesto la traba a un niño inocente, entré en la dirección de la escuela. Vi a la secretaria, María Ángela, y le dije:

-¡Hola! ¿Cómo estás? Hay un chico que nos prestó algo el año pasado y no sé cómo devolvérselo. Lo único que sé es que era hermano de una chica que venía a la escuela. Se llama María de los Ángeles Albornoz.

El argumento era pésimo. Yo, que en los formularios pongo "ocupación: escritor", en ese momento no pude inventar nada mejor que eso. Tristísimo. María Ángela me miró un segundo en silencio. Dos. Tres segundos. Y respondió.

-Esto no se puede hacer, Martín, pero si vos necesitás algo, se consigue. Vamos a buscar en los registros.

Seis minutos después, yo estaba caminando por 24 de Mayo con el número de teléfono en la mano derecha, sin soltarlo. Les arruino el suspenso: llamé ese día y los Albornoz ya no vivían más ahí. Y nunca jamás supe nada sobre María de los Ángeles.

Cuento esto porque a veces me parece que nada cambió. Por algún motivo, puedo decirle a alguien "sos injusto, desagradable y egoísta, te creés mejor que los demás y no te das cuenta de que, con suerte, sos uno más. Ah: y estás más gordo", y la persona me mira con ternura y me dice: "Vos siempre tan sincero...".

Puedo interrumpir una asamblea de bonachonas bibliotecarias y decirles: "Si seguimos hablando y no hacemos nada, yo me voy de acá y no vengo nunca más. Lo que tenemos que hacer es ser violentos. Sí: vio-len-tos. Lo que sea necesario si la causa es justa". Y en vez de sentirse maltratadas, se disculpan y me preguntan si el agua del mate está bien.

Si alguno de los que lee esto me conoce, puede dar fe. Casi no hay persona a la que no le haya dicho, sin nada de tacto, algo hiriente y espantoso. Y encima con soberbia, como si yo no fuera un futbolista fracasado, un militante novato, un rencoroso de mierda y un nenito blanco, heterosexual y prolijo de clase media al que le sobra la plata por los privilegios a los que accedió durante su formación.

Ahora mismo, a todos ustedes, quiero decirles que son unos giles que están sentados enfrente de su pantallita leyendo esto porque no tienen nada mejor que hacer. Y que si tienen internet para leer esto cuando hay personas que no tienen agua potable, entonces son cómplices de las injusticias. Quiero decirles que quiero agarrarlos a todos a trompadas en la esquina.

Pero, ¿para qué me gasto? Todos pensarán "este Martín, siempre tan divertido". Y los que no me conocen, como le pasó a Lautaro en la escuela, leerán sin creer que es verdad. Lo cierto es que, después de pensar por qué me pasa esto, creo haber descubierto la respuesta. 

Desde pequeño, mi macabro plan consistió en fingir un poco de bondad para que, cuando cometiera una pequeña maldad, se me considerara inocente.

Tiempo después deduje que, si fingía una mayor bondad, se me perdonarían maldades aún más grandes.

Y hace algunos años me entusiasmé tanto con el plan que decidí esforzarme por ser la justicia misma, un pancito de Dios, el vegetariano pacifista y solidario al que todos le confiarían su más oscuro secreto sin temor a ser duramente juzgados.

A esta altura, ni sé para qué sigo fingiendo. Porque esto de reciclar, hacer trabajo voluntario, decidir todo en asamblea, tenerle paciencia a mi abuela y no quejarme si nos gana Independiente, "porque ya sufrieron mucho", me terminó gustando. Ya no lo hago para ser inimputable: lo hago porque no me sale hacer otra cosa.

Eso es lo que quiero recomendar en este texto: que, si no son justos, empiecen por fingir que lo son. Disimulen tolerancia, disfrácense de simpáticos, engañen al mundo haciendo cosas más hermosas de las que en realidad quieren hacer. Después, por inercia, por ahí se les pega, y descubren que lo que importa no es el premio por ser el más bueno del año, sino todo lo que construyeron durante ese año. O terminan dándose cuenta de que son capaces de fingir maldad, de decirles "giles" a todos en un blog y de quedar como imbéciles, sólo para tratar de convencerlos de que sean mejores personas.

viernes, 29 de mayo de 2015

Perdió Racing y estoy feliz

Por Martín Estévez

Pasó recién. Hace 96 minutos, Racing quedó eliminado de la Copa Libertadores. Necesitaba un gol, sólo un gol, para jugar su segunda semifinal en los últimos 47 años. Un gol para quedar cerca, muy cerca de la hazaña máxima que me había imaginado en la vida: Milito volviendo ya veterano y siendo campeón del mundo luego de derrotar al Barcelona de Messi. Estuve a seis partidos de cumplir el sueño más grande que el deporte me podía generar. Mil veces más grande que ver a Argentina ganar un Mundial. Un sueño que ya no puede cumplirse, que nunca veré hecho realidad. Hace 96 minutos, cachetearon, golpearon, enterraron mi ilusión. Y acá estoy. Feliz. Estoy feliz.

En 2008, Central nos ganó 3-2 sobre la hora en Rosario, y yo tuve que irme de mi casa para que no me vieran. Sonó el silbato, me paré en silencio, abrí el portón y caminé una hora y media. Fue un 4 de mayo, me acuerdo bien. Hacía frío. Caminaba y lloraba. Me acariciaba las manos. Ya había empezado a ir a terapia por ese problema. Por esa angustia. A terapia. A terapia por Racing.

No era un pibe: tenía 24 años. 24. Y lloraba, lloraba mucho. No sólo porque ese gol absurdo del Kily González nos dejaba al borde del descenso. Lloraba por otras cosas. En realidad, siempre que lloramos, lo hacemos por un motivo distinto al que creemos. 

Lloraba porque no me gustaba mi vida. Porque nunca había disfrutado del sexo. Porque casi no tenía amigos. Porque había organizado un cumpleaños para 30 personas y fueron 2. Porque extrañaba a mi ex novia. Porque no sabía cocinar, ni andar en bicicleta, ni jugar al fútbol. Porque me angustiaba mi trabajo. Porque me sentía ignorante y menos que los demás. Porque las personas dormían en la calle, y pasaban hambre, y sufrían, y yo no hacía nada por ellas. Lloraba porque sentía vergüenza de mi cuerpo. Me sentía débil, anteojudo, feo. Me sentía incogible; y probablemente lo era.

Lloraba esa noche y sufría el resto de la semana, anoréxico de sonrisas, gris. Vivía con la tabla de promedios en la cabeza. Quería acostarme y no despertarme hasta el próximo partido. Pero acá viene la trampa. No es que no tenía ganas de hacer nada: es que no tenía nada que hacer. Mi vida incluía huecos enormes, más huecos que aquella defensa que nos llevó a jugar la Promoción. Y todos los huecos los tapaba con Racing.

Siete años después, casi no reconozco al Martín que caminaba desconsolado por Oliden. Soy otro. Otra persona. Y lo lamento. Lamento mucho defraudar a los que piensan que lo que más me importa en la vida es Racing, pero no. Ya no. Me costó mucho. Más que esas lágrimas de domingo a la noche. Más que un par de años de sesiones de psicología. Descubrir qué queremos, lo que de verdad deseamos, con quiénes queremos estar, de qué forma, todo eso es un trabajo que agobia y da miedo. Mucho miedo. Pero es lo único que logró que, aunque Racing pierda, yo pueda ser feliz.

Ahora, esta misma noche, tendré que dormir con pantalón largo y buzo, porque hace frío, mucho frío, y uno de mis dos acolchados ya no está. No tengan lástima de mí: podría comprarme otro, pero por ahora no quiero. Me gusta recordar, cada noche, cuando me tiro al colchón con un cangurito puesto, lo bien que se siente ser el que soy ahora.

Porque ahora, esta misma noche, un nene de 7 años está durmiendo en la esquina de Avenida de Mayo y 9 de Julio tapado con mi viejo acolchado. Hace frío, mucho frío, y le pregunta a su mamá por qué están ahí, lejos de sus amigos, de su escuela, con un poco de hambre y con mucha sed, porque ni agua le acerca la sociedad al acampe de la comunidad Qom. La respuesta es mucho más dolorosa que el gol que Racing no pudo hacer: "Para que no nos maten más, hijo. Para que no nos maten más".

En 2008, cuando perdía, yo lloraba porque no hacía nada. Ni por mí, ni por el mundo. En esta noche de 2015, para no faltarle el respeto a Racing y al que fui, intenté llorar. Llegar a mi casa, acostarme y no querer levantarme más. Pero hubiera sido una mentira. Y eso que sufrí, eh. Temblé durante los 94 minutos. Se me llenaron los ojos de lágrimas cuando Ibáñez atajó el penal. Todavía me duele el cuerpo por la tensión. Y eso que quedamos afuera de la Copa Libertadores. Pero, así y todo, estoy feliz.

Estoy feliz porque tengo ganas de levantarme mañana. Porque construí una vida que me gusta. Quiero ir de nuevo a la Biblioteca Popular Julio Cortázar para evitar que la cierren. Quiero desayunar con Leandro. Quiero llevarles agua a los Qom. Quiero ir a la Reserva Santa Catalina con Tati. Quiero ayudar a construir la Casa de la Memoria Luciano Arruga. Quiero ver actuar a Luz. Quiero aprender a cantar, quiero jugar al paddle, quiero organizar la próxima asamblea del Movimiento Etiopía. Quiero andar en bicicleta. Quiero aprender la cuarta declinación del latín para avanzar en la carrera de Letras. Quiero que se lleven los libros, la computadora, la televisión y todo lo que se acumula en mi pequeña casa y que será donado a lugares hermosos. Quiero llegar a El Gráfico y que Darío me haga reír. Quiero conversar con Pedro, un fanático de Independiente, sin ganas de humillarlo. Quiero volver a ser amigo de mi primo Matías. Quiero visitar a Chuna en San Miguel. Quiero seguir dando clases en escuelas públicas. Quiero escribir en mis blogs. Quiero analizar canciones de Salta La Banca. Quiero aprender a encuadernar, armar mi primer libro y regalárselo a muchas personas. Quiero irme de vacaciones a una provincia que no conozca. Quiero salvar un hospital público, marchar contra los femicidios, construir ecoladrillos y leer el próximo texto de Hernán Casciari. 

Querer levantarse para hacer algo es una de las formas de reconocer que estamos siendo felices. Y yo quiero muchas cosas. Pero, sobre todo, quiero que llegue el domingo. Porque ya no soy el de 2008, lo sé. Y porque está todo bien con perder la copa, Racing, de verdad. Pero igual el domingo, contra Aldosivi, cueste lo que cueste, el domingo tenemos que ganar.

domingo, 26 de abril de 2015

No terminé el colegio (en serio)


Por Martín Estévez 

Todavía tengo pesadillas con el asunto. Lo juro por mi mamá. Sueño que estoy en la escuela y, de pronto, descubro lo que pasa y me empieza a faltar el aire. En el sueño no tengo 14 años, sino los 31 de ahora, pero es igual: la causa no prescribió aunque hayan pasado 17 años. Siento que alguien lo sabe y viene a cobrarse una vieja deuda. Una deuda que no sólo tengo en mis sueños, sino también en la vida real: la verdad es que todavía debo una materia. Por fin lo dije. 

El problema comenzó en marzo de 1998. Empezábamos 9° grado (el viejo 2° año del secundario) en la escuela 29 de Lomas de Zamora y en la primera semana, cuando tocaba la hora de inglés, avisaron que no teníamos profesor, que recién vendría la semana siguiente. Así que tuvimos hora libre, en la que miré de reojo a la chica que me gustaba y jugué al fútbol, con una pelota de tenis, en el patio. 

La siguiente semana volvió a suceder lo mismo. Entró Delia, la preceptora, y repitió: 

—Chicos, seguimos sin profe de inglés. Seguro que viene la semana que viene. Yo tengo que llenar unas planillas, así que les pido que se queden en el aula y no hagan mucho ruido, así no tenemos problemas. 

Cuando, durante la tercera semana de clases, llegó la hora de inglés, no sólo no había profesor, sino que nadie vino a explicarnos nada. Imagino que a Delia ya no le daba la cara para decirnos lo mismo, y que ningún directivo de la escuela quiso hacerse cargo de lo que estaba pasando. 

A la cuarta semana modificaron algunos horarios y la hora de inglés quedó al final del día, como para que, en vez de tener hora libre, saliéramos temprano. 

Entre los alumnos comentábamos la situación, pero en voz baja, porque no sabíamos qué nos convenía. En 9° ya nadie tenía ganas de estudiar, el sistema nos había quitado las motivaciones, así que tener una materia menos era un alivio. Pero, a la vez, nos parecía una situación demasiado rara. Casi tenebrosa. 

Recién cuando nos entregaron los boletines en el primer trimestre se alzaron voces de protesta: todos habíamos recibido un 7 como calificación. A la mayoría no le molestó, pero un puñado de chicas, que aspiraban a mantener alto su promedio, se quejaron. Supongo que la preceptora les prometió arreglar la situación, porque las quejas desaparecieron rápido. 

Pasaron otros tres meses, el profesor jamás llegó, pero sí la segunda entrega de boletines. Esta vez, la decisión (de la preceptora, de la directora o del ministro de Educación, quién sabe) fue ponernos un 8 a todos. Con ese puntito más, conformaron a las estudiosas del grado, aunque generaron situaciones ridículas: había compañeros que sólo tenían 1, 2 y 3 como nota en todas las materias, excepto un maravilloso 8 en inglés. 

No sé si ustedes me creerán, o si alguno de mis compañeros se acordará, pero finalmente terminó el año y jamás tuvimos profesor de inglés. Nos enchufaron a todos otro 8 en el tercer trimestre y un 8 como nota final. Tal vez por única vez en la historia de la humanidad, todos los estudiantes tuvieron la misma nota. Puede sonar como un acto de justicia, pero en realidad fue una aberración. 

A veces siento que fui parte de un pacto de silencio del que no me preguntaron si quería participar. No un pacto entre mis compañeros, o junto a la preceptora: un pacto de silencio que guardamos como sociedad en toda esa puta década del 90. 

No había pensado en el paralelismo, pero ahora lo veo tan claro. La escuela me dijo: "No hay profesores, esto es un desastre y no vas a aprender nada, pero tenés un 8, así que callate y disfrutá de este acto de corrupción". Lo mismo, de algún modo, les dijo a los demás: "No hay un plan para mejorar la situación del país, esto es un desastre y nos estamos yendo en picada, pero tomen, acá hay batidoras, televisores de 29 pulgadas y la posibilidad de viajar a cualquier lado porque tenemos un dólar barato. Cállense y disfruten de este acto de corrupción". 

Algunas almas nobles, como la jubilada Norma Plá, las Madres de Plaza de Mayo o los maestros que montaron la Carpa Docente, intentaron despertarnos a todos de la siesta menemista, de la droga de los productos importados, de la revista Gente, de Susana Giménez, del delivery, de los remises, de las falsas nuevas comodidades del capitalismo. 

Pero no nos despertamos. Mandamos a nuestros hijos a colegios privados, nos encerramos en casa, vivimos del sálvese quien pueda

Yo tenía 14 años nada más, pero también me callé. El Estado me desprotegió, me dejó sin una enseñanza por la que todos pagábamos de algún modo. A mí me dejó sin enseñanza, al país sin el respeto por lo público, a muchos laburantes sin trabajo, y a muchos pibes sin comida. 

Eso fue el menemismo: la argentinidad más abyecta, la de Cavallo y sus lágrimas falsas ante jubilados que ganaban 150 pesos; la de María Julia Alsogaray, una ministro de Medio Ambiente que usaba tapados de piel; la de los atentados a la Embajada de Israel y a la AMIA; la de las fábricas cerradas; la que vendió aviones del Estado por un dólar (¡un dólar!); la que indultó a genocidas que torturaron, violaron, mataron y arrojaron inocentes desde un avión. 

Yo podría haber dejado este texto en una simple anécdota curiosa. En que aprobé inglés con un 8 pero no sabía ni una palabra, jaja, qué divertido. Pero no quiero. Ya no quiero complicidades, ni pactos de silencio, ni falsas ventajas que después nos hundan. 

A una parte de la clase trabajadora, a la que pertenezco, el sistema nos está ofreciendo comodidades para que nos callemos: teléfonos con internet, autos en cuotas, televisión en HD, tarjetas de crédito de regalo. A la otra, le ofrece algún plan social indigno, o explotación e indiferencia. Y represión: represión a través de las leyes; represión a través de los medios de comunicación, que nos meten en la cabeza que votar a Miguel Del Sel, aunque sea machista, irrespetuoso y sin formación política, es "apostar a una renovación"; y que cortar una calle para denunciar que hay chicos que mueren por desnutrición es "no pensar en los demás". 

No es todo: si la represión a través de las leyes y de los medios de comunicación no alcanza, el Estado ofrece represión a través de la policía, con balas de goma, gases lacrimógenos y lo que haga falta para callar a los oprimidos. 

Escupo sobre la posibilidad de zafar yo solo: de comprarme un auto, mudarme a un barrio cerrado, dar clases en escuelas privadas. Prefiero seguir viajando todos los días en el tren Roca; prefiero luchar contra las goteras del techo; prefiero ofrecer todos los días lo mejor de mí, especialmente a los que no tienen plata para lujos. 

Ya no le tengo miedo a la verdad, a hacerme cargo de mi responsabilidad para cambiar la realidad. Y sé que falta poco, cada vez menos. Sé que un día me voy a levantar, voy a caminar 25 cuadras, voy a tocar el timbre de la escuela 29 y voy a decir sin miedo, ni vergüenza, ni pesadillas: 

—Hola, qué tal. Vengo a rendir inglés de 9°.

sábado, 14 de marzo de 2015

Verano del '98

Por Martín Estévez

Las relaciones familiares me importan un carajo. Tal vez sea para equilibrar que, durante mis primeros catorce años, nueve de las diez personas que más quise eran familiares, vivían conmigo, mi mundo eran ellos. O por ahí es porque me importa más estar con personas que me quieran, que me diviertan, que me hagan sentir bien, que sostener cariño por alguien a quien no soporto pero que tiene sangre parecida a la mía. Así que imagínense qué poco me va a costar hablar mal de una lejana media hermana llamada Victoria.

La borrega nació en el 95, pero para mí los bebés son todos medio iguales: recién les presto atención cuando dicen algo llamativo, caminan o al menos no te vomitan los hombros cada veinte minutos. Así que mi primer recuerdo importante de esta chiquita son las vacaciones de 1998. De hecho, casi lo único que recuerdo de esas vacaciones es a ella.

Insoportable era. Seis horas de ida a Villa Gesell escuchando el casete de Chiquititas predisponen mal a cualquiera. Y oír durante catorce días "¿Qué tas atiendo? ¿Qué tas atiendo? ¿Qué tas atiendo?", más que malhumorar, directamente genera ira. La cuestión era más o menos así: yo estaba escuchando un partido clave para Racing, contra Estudiantes, en La Plata, y aparecía Vicky.

-¿Qué tas atiendo?
-Escucho un partido de Racing, Vicky.
-Ah... Tantín... ¿qué tas atiendo?
-Lo que te dije, Vicky: escucho a Racing.
-Ah... Tantín... Tantín... ¿qué tas...?

Y yo miraba con cara de "quién me manda a estar acá". Hasta que Chuna, desde lejos, le gritaba:

-Vicky, ¡hacele a Martín la cara de chanchito enojado!

Y la borrega me miraba de frente y hacía una mueca con la cara que me enternecía hasta el diafragma.

Los que me conocen saben que trato igual a las personas de 2, 15 o 50 años. Nada de hablarle con voz de pelotudo a un nene de 5 años: el que tiene 5 años es él, no yo. Entonces a Vicky le hablé de igual a igual, en esas vacaciones y siempre.

Nos veíamos cada dos o tres semanas, así que quererla no era tan fácil, pero jugamos, conversamos, nos entendimos: nos quisimos. Con los años, la relación se fue enfriando lo lógico, por cuestiones de edad, pero también un poco más que lo lógico.

Es que me cuestan los hermanos. Y yo les cuesto a ellos. Con Gaby vivimos lo mismo, pero lo vivimos distinto. Fede es el más chico; con él estamos juntando pedacitos del pasado para ver si podemos armar un presente. Sobre ellos, claro, voy a escribir un texto entero en el futuro. Pero este texto es sobre Vicky. Probablemente porque tenía que contar una historia relacionada con 1998; pero, en realidad, creo que habla sobre ella por la última vez que la vi, hace algunas semanas.

Nos juntamos los cuatro: Gaby, Vicky, Fede y yo. Por primera vez, solos. Situación tensa. Todos nos estamos llevando un poco como el orto, si es que nos llevamos. Y a todos nos duele un poco la familia, si es que no nos duele mucho.

Aunque le pesó el debut en Primera, Fede puso la cara, fue el que generó el encuentro, se llevó aplausos de la tribuna. Gaby es Gaby, con todo lo que eso conlleva: sigue pasando de 0 a 37 en un rayo de sol. Mete un golazo pero después se hace expulsar. Demasiado imprevisible en el deporte de las relaciones. Y Vicky, que era promesa de buen fútbol, la rompió.

Yo te vi la cara, borrega. Vi que, cuando Fede mostró su lado de chiquito, vos mostraste grandeza. Vi que entendías los chistes, que devolvías con la mirada, te vi grande y chica y defectuosa y viva. Vi que entendimos lo mismo. No sé qué, pero era lo mismo. Te quise sin sangre de por medio, sin obligaciones de apellido, te quise porque me gustaba estar ahí con vos.

Ojo: seguimos teniendo una relación de mierda. No nos vemos nunca, sabemos poco del otro, somos inconstantes, nos hacemos los cancheros y etcétera etcétera. De hecho, desde esa vez no nos comunicamos más. Ni un puto mensaje. Pero sentí, por un segundo y por algunos más, que no te estaba queriendo como media hermana, ni como hermana entera, ni por sangre ni por apellido: te estaba queriendo como persona. Como te quería en aquel verano del 98, en el que, rompiéndome las pelotas, no hiciste más que alegrarme el corazón. 

sábado, 10 de enero de 2015

Los Chakales 1 - Borges 0

Por Martín Estévez

No digo nada. Cierro la boca. No opino. Y, si estoy forzado a opinar, tiro una evasiva. Me refiero a las adolescentes fanáticas de One Direction, Justin Bieber o La Piedra Urbana. De los pibes que se la pasan jugando a la PlayStation, aprendiéndose letras de reggaeton o formando club de fans ridículos. No es que no piense nada sobre ellos, pero estoy obligado a callarme. ¿Qué quieren que diga? ¿Que son tontos? ¿Que pierden el tiempo? ¿Que así nunca van a llegar a nada? ¿Cómo carajo puedo criticarlos si yo... si yo...? Ay, dios mío... Si yo era fanático de Los Chakales.

Supongo que ustedes no saben cómo funciona este blog, pero mi idea es contar tres historias de cada año de mi vida. Este texto corresponde a 1997, año para el cual tenía una sola palabra anotada en la puerta de la heladera: "Borges". Yo quería contar con orgullo que a los 13 años ya había leído Ficciones y El Aleph, libros que le había pedido especialmente a Tati. No sólo que los había leído: que se los había recomendado a mi primo Matías, y que a él también le gustaron, y que terminé regalándole uno de los dos.

Quería contar que leía a Borges, pero es mentira. La verdad es que si en 1997 estuve, con suerte, diez horas leyendo a Borges, le dediqué veinte veces más tiempo a Los Chakales. ¡Ay, carajo! No era sólo ver Tropicalísima y TropiHits los fines de semana, o comprar revistas sobre cumbia (¡revistas sobre cumbia!) cada mes: todos los días, al mediodía y a las siete de la tarde, por un canal que ya no existe llamado TVA, miraba una hora de un programa intragable para esperar los dos minutos y medio por reloj (cortaban los temas donde fuera) que les dedicaban a Los Chakales. Y encima los grababa.

No tenía gollete, en serio: ni siquiera tocaban en vivo. Hacían playback, siempre en el mismo estudio, siempre de las mismas canciones y, como los Simpsons, siempre con la misma ropa. ¡¿Para qué los grababa, la puta que me parió?! Me acuerdo y me quiero pegar un fierrazo en la cabeza. ¡Horas de tu vida, Martín! ¡Horas de tu vida perdiste en esa pelotudez!

Me sabía los pasos de cada canción, el autor de cada letra, ¡hasta me hice trencitas en el pelo como el cantante! Déjenme, déjenme seguir contando, tengo que sacarme todo esto de encima: firmaba en el colegio como el Chakal de Lomas y pedía que me llamaran "Julito", como el líder de la banda. 

En el cumpleaños de 15 de Gaby me comporté como debe comportarse un hermano de 13 años: conversé sobre fútbol y no bailé ningún tema. Hasta que pusieron Vete de mi lado: entonces, mi torpe cuerpo no evitó la tentación, en camisa, corbata y frente a cien invitados, de bailar como un poseído. Por suerte, como en TVA, la canción se cortó a los dos minutos y medio y volví avergonzado a la mesa.

No exagero: los habré visto unas trescientas veces (sí: trescientas veces) hacer lo mismo. Un conductor ignoto gritaba: "Con ustedees... ¡Loos Chaaakalessss!"; ponían algunas de sus tres o cuatro canciones conocidas; ellos fingían que tocaban; las chicas de la tribuna coreaban "¡Y dale dale dale dale Cha-ka-les!"; y todo terminaba. Yo apretaba stop en la videocassetera y me quedaba lo más tranquilo. Lo más emocionante que podía pasar, se lo comentaba a Gaby:

-¡Mirá, hoy Toto salió con una guitarra de juguete en vez de una de verdad!

O tal vez:

-Qué raro que no está Juampi... ¿se habrá ido de la banda?

"Toto" y "Juampi", la puta que me parió. Me acuerdo los apodos de dos pibes que tocaban (¿tocaban?) hace 17 años en Los Chakales, pero no me acuerdo el día del cumpleaños de Lucía, y muchísimo menos de los títulos de los cuentos de Borges.

¿Y saben qué es lo peor de esto? Que no estoy arrepentido. Que no creo que ser un fanático descerebrado de Los Chakales me haya atrofiado el cerebro. Es más: creo que, a los 13 años, era una de las mejores cosas que podía hacer.

Si hubiera leído doscientas horas a Borges, y hubiera visto diez de programas de cumbia, creo que estaría asfixiado de literatura, harto de sobriedad, o peor: me creería superior al resto. Pero no: por suerte fui un pelotudo, como hay que serlo un poco a los 13 años, y soñaba con verlos en alguna de esas bailantas que, en aquel momento, me parecían tan peligrosas como el infierno. Pero, por escuchar Ay de mí en vivo, hubiera soportado los pinchazos de algún demonio de segundo orden.

Hoy, a escondidas, escucho a Los Chakales de vez en cuando, y me alegra haber vivido esa etapa tan ridícula. Ojalá hubiera hecho lo mismo después. Porque a los 17, 18 años ya me volví serio, correcto, aburrido. Si hubiera hecho lo que correspondía, si me hubiera comportado conforme a mi edad, hoy no estaría vestido como adolescente, no trataría a los adolescentes como iguales y, especialmente, no estaría a punto de irme con dos semi-adolescentes a andar en bicicleta hasta cualquier lugar con un casco parecido al de los Power Rangers para armar una carpa, dormir a la intemperie y contarnos cosas que nos duelen.

Así que ya saben: a mí no me rompan las pelotas con que ahora los adolescentes son estúpidos, ni me pidan que les aconseje un libro de Nietzsche para leer. A los adolescentes hay que dejarlos equivocarse, ser fanáticos, rebeldes y molestos. Hay que dejarlos vivir. Y, cada tanto, preguntarles por algún tema bueno de One Direction, pedirles que nos presten la Play o por ahí que nos canten un reggaeton. No sea cosa que, por hacernos tanto los adultos, nos estemos perdiendo algo bueno.