sábado, 18 de junio de 2016

La basquetbolista más linda

Por Martín Estévez

Marina era perfecta. Al menos, en la imagen de mujer que yo tenía a los 16 años. Rubia, de limpios ojos celestes, prolija, sonriente. Yo la miraba desde la ventana del primer piso del colegio, y ella siempre en el patio, radiante, dulce, femenina. Pensaba que escuchar su voz pegada a mis oídos sería la sensación más maravillosa que podría existir. Sin embargo, una noche me llevé una gran sorpresa.

La conocí en el Instituto Lomas, ella tenía 14, yo 16. Me gustó apenas la vi, y a eso me dediqué durante meses: a mirarla. Marina usaba el guardapolvo al revés (la espalda en el frente) y se maquillaba los ojos encantadoramente raro, con un delineador celeste que hacía insoportable su mirada. ¡Ay, qué potra era!

Pensaba mucho en ella, en ser su novio y pasear de la mano por la calle Laprida, en comprarle un helado, en verla llorar. Incluso le escribí un espantoso poema en el que expresé maravillosamente lo que me generaba:

"Llenándome de vos y sintiéndome vacío"

Tuve la virtud de resumir, en la única línea buena del poema, lo mismo que contaré en todo este texto.

En ese momento, ya sabía que Violeta jamás me querría, entonces Marina salvó mis mañanas de la total tristeza. Pronto dejó de alcanzarme con mirarla y quise hablarle, pero era tímido. Hasta que una vez, desde la ventana, Federico Relova (que era más grande y más canchero que yo) le sacó conversación, conmigo al lado, y le dijo:

Él quiere tu teléfono.

Ella se lo dio. Todavía lo recuerdo, terminaba en 34. No piensen en un celular: estamos en el año 2000. Era el teléfono de su casa. Decidí llamarla esa misma noche.

Estaba nervioso, entonces me tomé un tiempo para pensar lo que diría. Ante una persona tan delicada, tenía que ser un caballero, demostrar que era sensible, contar que escuchaba a Alejandro Sanz. Estaba seguro de que ella también lo escuchaba. 

Hola me atendió una voz masculina, tal vez su hermano.

Buenas noches, quisiera hablar con Marina, por favor.

Sí, soy yo.

Con apenas una palabra, había arruinado a la mujer perfecta: Marina no tenía la voz que esperaba. Sonaba distinta que desde la ventana, aunque era cierto: casi no la había escuchado hablar. No era masculina por el tono, sino por la actitud: no hablaba como una señorita.

Soy el que estaba el otro día en la ventana le expliqué.

Ah, ¿el de barbita?

—No, el de anteojos.

"Tal vez ella esperaba el llamado de Federico", pensé. Pero había empezado a reconstruir mi autoestima unos meses antes y puse lo mejor de mí en la conversación. Descubrí enseguida que a ella no le gustaba Alejandro Sanz, ni cocinar, ni las novelas de la tarde: a ella le gustaba competir. Luchar cuerpo a cuerpo con chicas más altas. Entrenar tres horas por día. Marina era basquetbolista.

El punto cúlmine llegó a los quince minutos de conversación.

—¡Paráa, pelotudo! gritó ella, y se explicó. Perdoname, es que mi hermano me está rompiendo las bolas para que le preste mis rodilleras.

Yo, que quería imaginarla en vestido y sandalias, ahora la imaginaba agarrándose a piñas con su hermano para ver quién usaba las rodilleras. Cortamos cinco minutos después y decidí olvidarla para siempre: ella no era lo que esperaba.

Sin embargo, cada vez que nos cruzábamos, nos saludábamos con simpatía. Y, viéndola de nuevo desde la ventana, volvió a gustarme. Decidí darle (¿darme?) otra oportunidad y actuar, esta vez en persona, la mañana de su cumpleaños de 15. Llevé el tema a la mesa familiar.

—Me gusta una chica que no es Violeta les conté a Tati y Gaby.

—No sabíamos que te gustaba Violeta dijo Gaby.

—Te lo conté a los 7 años.

—Pensé que se te había pasado.

—No. Pero ahora me gusta otra. Mañana cumple 15 años. Le quiero regalar una flor.

Acordamos que le robara una rosa blanca a nuestro vecino favorito Luchessi y que afrontara el momento con valentía.

¡Qué largo fue el viaje a la escuela, y esperar hasta el recreo! Había que esconder la rosa sin que se arruinara. El 24 de octubre de 2000, en el patio y con mis compañeros mirando desde la ventana, por primera vez en mi vida le regalé una flor a una mujer. La miró raro, como si hubiera recibido un adorno de porcelana con forma de antílope, pero me agradeció.

Conversamos varias veces, siempre con sus amigas cerca, vigilando. Yo hacía fuerza para seguir gustando de ella, porque era hermosa. No me gustaba lo que me decía, ni su voz, ni cómo me trataba, pero quería seguir gustando de ella, porque era hermosa.

El primer día que nos vimos solos, en un aula, le pregunté si no quería que nos viéramos fuera del colegio. Ella dijo que podía ser, pero que primero tenía que ir a verla jugar al básquet en el club Temperley.

No me rechazó, pero exigió algo que me daba miedo. ¿Cómo iba a ir, con quién iba a estar, cómo me acercaría a ella, qué le iba a decir? Mientras me invadía la inseguridad, me invitó a ver fotos del último torneo que habían ganado.

Los trofeos eran gigantes, pero yo me detuve en otra imagen: ella, toda transpirada, con protector bucal, rodilleras y rodeada de chicas más grandotas y musculosas que yo. Mugrosa, después de correr durante 40 minutos, sin delineador, ni guardapolvos dados vuelta ni sonrisas angelicales.

Esas fotos pusieron otra Marina al descubierto, y desistí. Me di cuenta de que me gustaba la Marina ideal que construí desde la ventana, y no esta transpirada realidad que tenía al lado.

Sin embargo, no la olvidé. Mientras se convertía en una de las revelaciones de la selección argentina, seguí averiguando datos sobre ella, mirando sus fotos en internet, recordándola.

Me recibí de periodista y en el año 2006, cuando yo tenía 22 y ella 20, usé la excusa de hacerle una nota en una revista para volver a verla. Hablaba como antes, pero no me generó rechazo. ¿Me estaban cambiando los gustos? ¿Por qué seguía atento a una chica de rodilleras, a la que le gustaba dar codazos bajo el aro y que no escuchaba Alejandro Sanz?

Volví a cruzarla en un subte (en 2009) y en el Cenard, cuando fui a entrevistar a un jugador de voley (en 2012). Ella siempre me saludó raro, como sabiendo que me conoce pero sin saber de dónde.

En estos días, en los que la selección femenina de básquet lucha por clasificarse a los Juegos Olímpicos, la extraño. No extraño a la Marina mujer: extraño a la Marina jugadora.

Me di cuenta, por fin me di cuenta: seguí pensando en Marina porque fue la primera deportista a la que admiré. Yo, tan machista en mis gustos deportivos, sólo seguía al Piojo López, a Milito, a Pepe Sánchez. Hasta que la vi por televisión a ella. A Marina. Pese a que medía 1,65, hacía lo que quería con la pelota, aguantaba los empujones y, en cada descanso, se acomodaba el pelo.

Marina pasó casi desapercibida para mi vida sentimental, pero fue vital para mi vida feminista: me obligó a aceptar que todas las mujeres tienen en su potencial a una excelente deportista. Que yo no quiera una novia basquetbolista, es una cosa; que no pueda admirarla con total sinceridad, es otra.

Dieciséis años después, me arrepiento de no haber ido a verla jugar aquella vez. No porque eso hubiera cambiado nuestra historia, sino porque en cada reunión con amigos, en cada conversación sobre deportes, podría decir con orgullo:

—Yo la vi jugar a Marina Cava cuando recién empezaba. ¿Linda? Sí, un poco linda era. Pero lo mejor, te lo juro, era verla jugar al básquet.