martes, 31 de mayo de 2016

Los orgasmos de mi abuela

Por Martín Estévez

Quiero escribir sobre mi abuela antes de que se muera. Más que nada, por principios: para que pueda defenderse. Aunque, la verdad, mucho no puede defenderse: tiene 84 años y anda débil, duerme casi todo el día y el cerebro está empezando a fallarle. Igual, aunque no sé cuándo morirá, prefiero escribir ahora. Y empezar contando que, a grandes rasgos, mi abuela podría ingresar en el grupo conocido como “viejas de mierda”.

Puede ser que escriba enojado por el trato que me dio hoy, por el que nos da a todos, todos los días. Puede ser. Aunque le cocinan, la cuidan, la quieren, mi abuela Teofania se queja. Maltrata a sus hijas, les rompe la paciencia, las ignora. Yo soy un boludo porque hago 35 cuadras en bicicleta bajo llovizna, con 11 grados de temperatura, con las orejas congeladas para verla. Y ella, con suerte, me saluda y me pregunta cómo estoy. Se queja de alguna cosa, se da vuelta y sigue durmiendo. Eso, en un buen día.

En un mal día me ignora, o me dice que su vida es una porquería, que no tiene nada que hacer, que tiene calor o tiene frío o le arden los ojos o no escucha bien o le molesta la luz o le molesta el ruido o le molesta la lluvia o le molesta que la llamen por teléfono o le molesta que alguien, en el mundo, sea feliz. Me dice que no la moleste más y sigue durmiendo.

Alguno pensará que es porque está vieja, pero no: Fanny fue siempre así. Mucha cara de perro, mucha queja. Cuando llorabas, te retaba porque llorabas. Cuando te reías, decía su frase más de mierda:

El que se ríe de día, va a llorar de noche…

¡Qué ganas de arruinarte el momento! Me acuerdo, me acuerdo bien una noche en la que Chuna se quedó a dormir abajo y, con mi hermana, cantábamos canciones groseras, bajito. Ella entró, nos escuchó a los tres, y me retó. A mí solo. “Sabía que vos ibas a estar cantando esas porquerías”, dijo. Y se fue.

Me acuerdo, me acuerdo bien cuando dibujé una bandera para regalársela, la de su país: Unión Soviética. ¡Más contento fui a dársela! Cuando la vio, en vez de explicarme que estaba en desacuerdo con el régimen político soviético, la rompió en pedacitos, en mi cara. Y, con cara de culo, me dijo: “Nunca más dibujes algo así”.

Me acuerdo, me acuerdo bien cuando me hablaba mal, muy mal de mi papá. A solas, aprovechándose de lo indefenso que puede estar un chico de 8 años. Llegó a decir que tenía que “colgarse de una soguita”. Sugirió, enfrente mío, envuelta en su dolor de madre, que mi papá tenía que suicidarse por las cosas que había hecho.

Me acuerdo, me acuerdo bien que, cuando yo tenía 19 años, salí de mi casa y volví enseguida, porque me había olvidado algo. Entré a mi pieza y ahí estaba ella, concentrada, silenciosa: Fanny leyendo mis cartas, las cartas íntimas que me escribía con mi novia, las cartas donde ella contaba cosas sólo para mí, y yo sólo para ella. Y Fanny, infame, sentada ahí, cagándose en mi privacidad, traicionándome.

Por las dudas, les aviso a mi tía Elvira y a mi mamá Tatiana (sus hijas) que, si esto les pareció demasiado fuerte, dejen de leer, porque lo que viene es peor.

Después de pensarlo mucho, llegué a la conclusión de que mi abuela es así porque no disfrutó del sexo. No es que disfrutó poco: no disfrutó nada. Nunca se revolcó porque sí, mi abuela. Sí, estoy diciendo sexo: besarse, manosearse, excitarse. Si hace falta, introducir un pene en una vagina. Si leer esto los pone incómodos, estamos en problemas: lo único que vamos a lograr es generar personas reprimidas como mi abuela.

Yo la escuché hablar mucho a Fanny. Muchísimo. La escuché decir miles de cosas. Pero nunca, nunca jamás de su boca, salieron las palabras placer, goce, pasión. Nunca jamás la escuché decir sexo, pene o vagina. No estaban en su vocabulario. No se las enseñaron.

A Teofania, a Fanny, a mi abuela, le enseñaron que su trabajo era cocinar, lavar y coser. Nació en Bielorrusia, hacía frío, había nieve y, a los 11 años, a veces tenía que cuidar sola a sus hermanas mellizas, que tenían 3.

Repito: a los 11 años tenía que cuidar sola a sus hermanas mellizas, que tenían 3.

Y de pronto estaba en un barco, lleno de hombres y mujeres y borrachos y camarotes chiquitos. Semanas en un barco en el que había enfermedades, pestes, fiebre, personas que morían. Ella era una niña que veía a personas morir enfermas, sin medicinas, sin cuidados, sin sepulcro.

De pronto no había nieve y frío, sino calor, y ella estaba en Paraguay, y tenía que trabajar en la casa de desconocidos cocinando, barriendo y planchando. Era menor de edad y tal vez limpiaba los restos de mierda del inodoro de una familia de desconocidos. 

Hablo de Fanny. De mi abuela.

Y en Bielorrusia y en Paraguay y en Argentina escuchó la misma cosa: que ella era mujer, y que la mujer que gozaba era una prostituta. Que la mujer que se vestía como quería era una ramera. Que la mujer que cojía por placer era una puta. “Cojer”, sí. Alguno pensará que es aberrante que yo escriba así; yo digo que es aberrante que se lo hayan hecho creer a mi abuela.

Fanny tuvo sexo sólo para cumplir con otra obligación: tener hijos. Dos veces. Me juego tres dedos de la mano a que jamás tuvo un orgasmo. Le dediqué tiempo a pensar si mi abuela tuvo o no tuvo orgasmos. No es zarpado, ni gracioso: es lo que tenemos que hacer en esta sociedad para dejar de ser machistas.

Fanny rompía las bolas con que su marido (Víctor) no la llevo nunca al cine. Se lo escuché decir mil veces. La entiendo ahora: a ella no le molestaba que Víctor fuera o no fuera al cine. A Fanny, lo que la lastimaba, era que sus decisiones dependieran de un hombre. Desde lo psicológico, porque se lo habían enseñado: ella tenía que “seguirlo”. Pero también desde lo material: Fanny no tenía un peso. Cuando ella era joven, los hombres podían comprarse cigarrillos, ir al cine, pagar una prostituta y someterla. Las mujeres, como Fanny, no podían comprarse un peine, ni un chocolate, ni una entrada de cine sin pedirle plata a su marido.

Fanny no disfrutó de su familia, porque tuvo que trabajar. Fanny no disfrutó de lo material, porque era pobre. Y Fanny no disfrutó su sexualidad, porque era mujer. Qué vida de mierda le impusieron los políticos, los empresarios, los explotadores, el sistema. Qué vida de mierda.

¿Cómo no va a quejarse? ¿Cómo no va a sufrir? Le enseñaron que su vida dependía de un hombre, y el hombre se murió hace exactamente seis años. Y entonces ella se empezó a morir también, tal como se lo enseñaron: sin un hombre al lado, no servís.

¿Podría ser distinta? Sí. Su hermana Nina sufrió lo mismo, y también se le murió el marido, y no pudo tener hijos. Pero, aunque es amable y sonríe, es una excepción. Está mal pedirles a todas las mujeres que sufrieron tanto, que sean como Nina. Sería como pedirles a todos los niños pobres de Rosario que se conviertan en Messi: una injusticia absoluta.

Hoy lloró mi abuela, lloró mucho, como cada vez que la veo. A veces le preguntan por qué llora. A mí no me hace falta preguntarle: llora por cada infancia en la que fue mucama, por cada muerte que vio al lado suyo, por tantos deseos sexuales que tuvo que reprimir. Llora por las películas que no pudo ver sin su marido, por todas las putas tardes en las que ni siquiera puede reprocharle a un hombre todas sus lágrimas.

Llora mi abuela y lloro yo con ella, en silencio, sin que se dé cuenta. Lloro por ella y por todas las mujeres a las que les complicaron la vida con ideas absurdas, crueles, violentas. Le perdono todo porque soy hombre, porque soy yo el que tiene que pedir perdón. Sé que ser mujer hoy es tan difícil y me duele estar del otro lado, culpable por no arrancar a todos los hombres injustos que contaminan el mundo.

Sé que ser mujer hoy es tan difícil, pero no puedo ni imaginarme lo difícil que habrá sido en 1931, cuando nacía esta viejita hermosa. Cuando esta bisabuela que hoy nos trata mal no era bisabuela ni nos trataba mal, sino que esperaba del mundo lo que merecía: justicia, placer, amor.

El capitalismo le robó la justicia, porque mientras algunos no trabajaban y tenían mucho, ella trabajó mucho y no tuvo nada. El machismo le robó el placer, porque una mujer de bien no tenía que disfrutar del sexo. Le robaron la justicia y el placer. Y es por eso, especialmente por eso, que están ahí Tati, y Elvi, y estamos todos los que queremos estar, dándole cada vez que podemos lo único que no pudieron robarle: el amor.

El amor que Fanny me dio cada vez que me cocinaba, cada vez que me llevaba al colegio, cada vez que me compraba un chocolate antes de un examen. El amor que le vi mostrar por su marido sólo una vez, justo en el momento del infarto cerebral, cuando lo agarró de la cara y le dijo, se lo dijo, yo lo escuché: “¡Víctor, mi amor!”.

¡Cuánto, cuánto inmenso amor vi en los ojos de esa vieja quejosa, cuántos meses pasamos los dos sentados al lado de Víctor, cuántos dolores compartidos!

A vos, Fanny, te enseñaron a acompañar a tu marido hasta el final, y no te dijeron quién te acompañaría a vos. Pero quedate tranquila: ahí están tus hijas, pacientes, para quererte. Y aunque te quejes siempre, tragues fuerte, me trates mal, no quieras leer, no quieras conversar, no quieras mirar y tampoco quieras oír, también, te lo prometo, hasta el final de los finales, voy a estar yo.

sábado, 14 de mayo de 2016

Los Andes es sólo una cordillera

Por Martín Estévez

Nunca tuve problemas con mi barrio. Lomas de Zamora es una localidad como tantas de Buenos Aires, con estación de tren, plaza principal y club de fútbol. El club se llama Los Andes y siempre fue motivo de unión en nuestra casa. Ahí convivíamos hinchas de Racing, Boca y River, pero los sábados a la tarde no había conflictos: éramos todos de Los Andes.

Recuerdo a mi abuelo Víctor escuchando, por Radio Lomense, partidos en los que jugaban Papescu, Herner o Arrebillaga. Señores a los que jamás les vi la cara, pero de los que sabía que eran un flojo delantero, que tenían un mellizo o que eran bajitos y gambeteaban. Hasta retengo en la mente una derrota 5-2 contra Argentino de Quilmes, en la que Víctor y yo terminamos al borde del llanto.

Antes que a la cancha de Racing, mi tío Alberto me llevó a la de Los Andes. En el 94 vimos la final por el ascenso al Nacional B contra Deportivo Armenio: ganamos 1-0 con gol de un uruguayo pelado llamado Gilmar Gilberto Villagrán. También festejé la salvación del descenso en el 95 y los goles del Pirata Czornomaz en el 96.

¿Cómo no iba a ser de Los Andes si la última vez que Víctor fue a una cancha fue a un Los Andes-Banfield, a los 75 años, y ahí estábamos todos? Él, Alberto, Diego, Matías y yo: los cinco varones de la calle Oliden. 

En el 2000, por única vez en 49 años, Los Andes ascendió a Primera. Fui a la ida de la final contra Quilmes y días después, aunque hacía frío, caminé hasta la cancha para festejar con más de 30.000 personas, llevarme un poquito de pasto y saludar a los jugadores, que paseaban en el camión de los bomberos. El barrio era una fiesta.

Servían, esas cosas, para desahogar las penas que me generaba Racing. Si aquel fue el peor año en la historia del club (último, en quiebra, al borde de la desaparición) fue también el año en el que más hincha fui. Mucho más que ahora. Amaba a Racing con locura. Le hacía canciones, vivía los partidos durante toda la semana previa, me sabía la formación de la Reserva. 

Era tanto el sufrimiento, que en mi colegio todos hinchaban un poco por Racing. No por cariño, sino por lástima. El día después del único triunfo en ocho meses (2-0 contra Almagro), los profesores no usaron el pizarrón por un solo motivo: me dejaron colgar ahí, durante todo el día, una bandera de Racing.

No sólo era hincha de Racing, sino de todo lo relacionado con Racing: de Pepe Sánchez, basquetbolista hincha de Racing; de Gimnasia, porque era amigo de Racing; y del Piojo López, porque había pasado por Racing. Les juro que no miento: nunca fueron tantos amigos a mi casa como cuando el equipo del Piojo, Valencia, jugó la final de la Liga de Campeones de Europa contra Real Madrid. Creo que no querían perderse la posibilidad de verme, por una vez en la vida, festejar un título. Pero claro: Valencia perdió 3 a 0.

Racing, Racing, Racing. Lo nombro tanto a propósito para que entiendan lo presente que estaba en mi vida en aquellos tiempos. Racing, Racing, Racing.

El 6 de agosto de 2000, el destino quiso que Los Andes debutara en Primera en cancha de Racing. Durante los días previos me preguntaron varias veces quién quería que ganara, y yo respondía Racing. Contestaba con tranquilidad, porque sabía que Los Andes sufriría mucho en Primera. No hacía falta humillarlo, sólo sumar tres puntos.

Fue una tarde rara. Diez mil hinchas de Los Andes viajaron con nosotros hasta Avellaneda, pero ellos fueron a una tribuna y yo a la otra. Me conmovió ver la popular visitante colmada y me sentí incómodo cuando los de Racing cantaron:

¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos!

Yo hice un silencio de hondo respeto ante cada canción agresiva. Y mucho más cuando Racing se puso 1-0 con gol del Chanchi Estévez. Grité el gol, pero porque realmente necesitábamos ganar. Era un partido clave.

En el segundo tiempo, cuando nadie lo esperaba, Los Andes empató 1-1. No lo podía creer. El partido se puso caliente. Matías se agarraba la cabeza y yo miraba desconcertado. Los hinchas de Racing gritaron todavía más fuerte:

¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos!

A mí me pareció una exageración. Los Andes no tenía la culpa de los errores de la defensa, y además, después de todo, había un empate. Me di cuenta, en medio de la tribuna, mientras todos parecían fanáticos dementes, que no era para tanto. Que se trataba de un partido de fútbol, y que del otro lado estaba Los Andes, el club del barrio, el de la familia, el de Lomas de Zamora.

Que me perdonen los hinchas de Racing, pero me amigué con la idea del empate. Era histórico para Los Andes, y Racing cortaba tanta mala racha. Por un momento me imaginé caminando por Lomas, durante la semana siguiente, y escuchando a todos decir:

Qué grande es Racing, qué empate le sacamos, deberíamos ser amigos de su hinchada.

Sabía que Víctor estaba con la oreja pegada a Radio Lomense escuchando orgulloso el empate. Que al otro día conversaríamos sobre eso. Me alegré. Y me sentí bien conmigo mismo.

Si alguna vez tenía que demostrar madurez y falta de egoísmo, era en ese momento. ¿Qué me costaba ponerme contento por un empate, si también dejaba contentos a los diez mil de enfrente y a toda mi familia? ¿Desde cuándo el fútbol se había transformado en un territorio en el que yo dejaba de ser reflexivo, callado y pensante para convertirme en un tarado más que insulta a los rivales? ¿No era hora de dejar de lado tanta estupidez?

Levanté la cabeza de a poco. Respiré profundo. Miré a mi tío. A mi primo. A los hinchas de este lado. A los del otro. Y sentí en el pecho la tranquilidad de saber que el cariño por Los Andes y el amor por Racing podían convivir pacíficamente dentro mío. 

Levanté un poco más la cabeza y miré hacia el campo de juego: un tipo llamado Oscar Monje, en la última jugada del partido, metió el 2-1 para Los Andes.

¡¡¡Hijo de putaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!! ¡¡¡La concha de tu madre, hijo de putaaaaaaaaa!!! le grité, pero no me escuchó.

Me saqué la zapatilla derecha y la revoleé con la intención de romperle la cabeza, pero ni llegó a pasar el alambrado. Los vi irse, a los diez mil, contentos y cantando. Y yo grité, más seguro que nunca, junto a todos los míos:

¡Los de Lomas son todos putos, los de Lomas son todos putos!

Cuando ellos, los visitantes, por fin se fueron, me senté en el escalón y lloré durante veinticinco minutos seguidos. Alberto y Mati me esperaron pacientemente. Volvimos destruidos, en tren, a una ciudad que sabíamos enemiga: Lomas de Zamora.

En casa, prendí fuego algunos recuerdos y no hablé con Víctor hasta el domingo siguiente. 

Para mí, desde aquel 6 de agosto y para siempre, Los Andes es sólo una cordillera.

domingo, 1 de mayo de 2016

El pelotudo de la mesa 51

Por Martín Estévez

Quiero que este texto recorra Buenos Aires para que le llegue a la persona que aparece a la derecha en esta foto. Sólo se ve su sombra, pero sé que podremos encontrarlo. Porque existen injusticias estructurales, generadas por el sistema, pero también existen injusticias individuales provocadas por energúmenos como este tipo. Quiero que le llegue a él y a todos los que son como él, para que se den cuenta de que están viviendo equivocados. De que el mundo entero los detesta. De que sus vidas son una gran y absurda mentira.

Los que me conocen, saben que no me gusta pagar. Desconfío de lo que no me regalan. Uno de los motivos por los que soy capaz de comprar algo no relacionado con mis necesidades básicas es un gordito llamado Hernán Casciari, cuya particularidad es ser uno de los dos mejores escritores vivos del planeta. Por eso, este viernes (29 de abril de 2016) fui a escucharlo contar historias en un centro cultural bastante antipático llamado No me olvides. Para ayudar en la búsqueda del energúmeno de la foto, apunto la dirección: Avenida Meeks 490, localidad de Lomas de Zamora. Él estaba sentado en la mesa número 51, pegadita a la ventana.

Antes de aclarar por qué lo busco, quiero explicarles que en el universo existen tres clases de personas. 

A) Un grupo está conformado por los que terminan siendo mejores que el contexto en el que crecieron. Por ejemplo, las personas oprimidas por el sistema que no se convierten en delincuentes (el atleta Braian Toledo); los que dedicaron su vida a la justicia social en lugar de al bienestar individual (la jubilada Norma Plá); o los que utilizan sus capacidades para mejorar el mundo de algún modo (Hernán Casciari). A este grupo lo llamo el de los genios (y genias, claro). A ellos, lo que hay que hacer es abrazarlos.

B) El segundo grupo de personas lo conforman los que terminan siendo similares a su contexto. Lo integran, entre otros, los que pasaron hambre de pequeños y se convirtieron en asesinos seriales; las que tenían una mamá maestra jardinera y hoy son maestras jardineras; los que tenían un papá abogado y ahora son corruptos; y los que recibieron cariño de chicos y ahora no les pegan a los animales. En este conjunto estamos (me incluyo) la gran mayoría de los seres humanos. Por ese motivo lo llamo el grupo de los normales. A estas personas, lo que hay que hacer es pedirles un poco más de esfuerzo.

C) El tercer y último grupo está formado por los que terminan siendo peores que su contexto. Personas a las que nunca les pegaron y fajan a su pareja; hijos de hippies que estudian Recursos Humanos o Marketing; los que recibieron alguna vez un subsidio del Estado y se quejan contra los planes sociales; o los imbéciles que son capaces de arruinarme una noche en la que Casciari cuenta historias. A este grupo los llamo los pelotudos (y pelotudas, claro), y lo que hay que hacer es encerrarlos a todos juntos para que no molesten a los demás.

Uno de ellos estuvo el viernes, en la fatídica mesa 51. Lo reconocí enseguida, y no se trata de un prejuicio: a los pelotudos se los detecta fácilmente por el tono de voz, por la forma de respirar o porque creen que Macri quiere hacer felices a los argentinos.

El pelotudo de la mesa 51, lo sé, estoy totalmente seguro, tuvo en su infancia un contexto favorable. No pasó hambre, fue a la escuela, su familia lo quiso, no le falta un brazo. No lo fajaron de chico, no tuvo que ocultar su sexualidad, alguna vez le regalaron un libro. Tuvo todo para ser una persona normal; hasta podría haber sido un genio. Pero no.

El viernes, un artista llamado Zambayonny cantaba una canción y, luego, Casciari contaba un cuento. Así, sucesivamente. En el lugar entraban pocas personas (unas 200), así que nada podía salir mal. El único capaz de arruinar algo así era él.

En cada canción, el pelotudo de la mesa 51 cantaba lo más fuerte que podía, muy mal, y golpeando la mesa. En cada cuento, se reía exageradamente, con una risa nauseabunda, con cara de foca descompuesta, y hacía comentarios forzados.

Todos se dieron cuenta de que era pelotudo por muchos motivos, pero especialmente por uno: se reía cuando no se tenía que reír. Cuando Zambayonny insultaba en una canción, él también insultaba y largaba una carcajada molesta. Vaya y pase. Pero cuando Casciari nos acercaba a todos a una reflexión sobre la condición humana, la muerte o la soledad, el pelotudo también se reía.

Que se entienda: él no cantaba porque le gustaba la canción ni se reía porque algo le causaba gracia. Los pelotudos cantan en recitales de otros porque no soportan no ser el centro de atención y porque son incapaces de esforzarse lo suficiente para crear arte. Él creía que por aprenderse una letra de Zambayonny era tan genial como Zambayonny, pero no. Ya sabemos que genio no es. Es otra cosa.

El pelotudo se reía de cada frase de Casciari (aunque fuera "extraño a mi viejo") porque quería fingir que entendía un código humorístico que los demás no, que captaba un chiste interno que era sólo para inteligentes, que él también podía estar sentado sobre el escenario. Pero no, flaco, no: cuando alguien dice que extraña a su papá, nunca tenés que reírte. Nunca.

Que sirva esta denuncia para que empecemos a escrachar a todos los pelotudos que nos rodean. Búsquenlos, son fáciles de encontrar: se hacen los dormidos en el colectivo cuando sube una mujer con bastón; insultan a personas por ser de otros países; se burlan de los ecologistas; cometen delitos porque "lo hace todo el mundo"; critican a los demás y no construyen nada; creen que las personas tienen hijos para que les den un plan social; reciben un regalo y le miran la marca; creen que todo lo importado es superior; dicen que siempre va a haber pobres; piensan que son mejores que los demás.

Lo peor, pelotudo de la mesa 51, es que no sólo los desconocidos te miraban porque se daban cuenta de tu condición. También tus amigos. Se les notaba que estaban ahí porque no les quedaba otra; que sentían vergüenza ajena ante tu intención de llamar la atención; que tus chistes nunca, pero nunca, les causaban gracia. Te tienen lástima, y está bien que así sea.

Sé que será difícil que te llegue este mensaje, pero no tengo ningún apuro. Porque estoy seguro de que, en la batalla de todos los tiempos (los que soñamos un mundo más justo contra los que lo convierten en un infierno) nos encontraremos. Vos estarás con tu risita estúpida, golpeando la mesa, molestando a tus compañeros de bando. Yo estaré tan pacífico como siempre, guardando en el bolsillo una trompada bien puesta que empecé a construir este viernes. Estaremos frente a frente y vos te reirás de la guerra, y yo también sentiré lástima, y por eso decidiré no pegarte. Pero vos, por un único motivo, revisarás mi bolsillo y recibirás en el medio de los dientes la trompada que deberían haberte pegado el viernes: porque sos un pelotudo.