viernes, 31 de marzo de 2017

Mi primera muerte virtual

Por Martín Estévez

Antes, se morían dos tipos de personas: las que conocíamos y las que no conocíamos. Teníamos claro a quién llorar y a quién no. Pero en los últimos años se sumó un nuevo tipo de muerte: la virtual. ¿Qué pasa cuando muere alguien a quien nunca vimos personalmente, pero que fue nuestro amigo en Facebook, nos gustaban sus fotos en Instagram, mantuvimos conversaciones en Messenger? ¿Hay que llorar, ir al velatorio, hay que escribir en su muro? ¿Es una falta de respeto borrarlo de los contactos o hay que mantenerlo aunque nunca más haya actualizaciones? 

Yo, para romper el hielo en esta polémica, voy a contar mi primera muerte virtual. 

Corría el año 2003. Estudiaba periodismo y tenía que proponer una nota para la revista de la facultad. Propuse contar la historia de un equipo de rugby llamado Defensores de Glew, del que no sabía nada. En realidad, sabía una sola cosa: perdía siempre. 

Cada domingo leía, en el diario, los resultados de la peor categoría del rugby. Sólo eso aparecía: los resultados. Y Glew siempre perdía. Llevaba más de cuarenta derrotas. Me daba intriga saber para qué jugaban esas personas que se sabían vencidas de antemano.

Con Amós, compañero de curso, empezamos a ir a los partidos de Glew. Entre ellos, su peor derrota: 121 a 0 (sí, ciento veintiuno a cero) contra DAOM. El último fin de semana antes de entregar nuestra nota sobre “el equipo que siempre pierde” (ese iba a ser el título), Defensores de Glew jugó de local contra Ciudad de Campana. Fue un 27 de septiembre. No me lo olvido más. 

Llovía mucho y no podíamos cubrirnos: en la cancha no había techos, ni tribunas, ni vestuarios. No había nada: sólo 30 jugadores persiguiendo una pelota ovalada y 70 personas mirando el partido. Viendo lo que se podía ver bajo tanta lluvia. 

Fue un partido raro, desprolijo, tan cambiante que terminó cambiando el título de nuestra nota: 

Y sí: en el último minuto, con una patada imposible, Defensores de Glew ganó por primera vez en su historia, después de 47 derrotas seguidas. Con Amós (lo cuento sin vergüenza) entramos a la cancha a festejar con los jugadores. Esa, la primera nota que publiqué en mi vida, sigue siendo una de mis preferidas. 

Cuatro años después, en 2007, abrí un blog; y la primera nota que subí fue la del triunfo de Glew. Un día me llegó un comentario de un tal Damián Longo: 



Le respondí, nos agregamos al Messenger y comenzamos a chatear. No hablamos mucho: algunos recuerdos de aquel partido, comentarios aislados y varias invitaciones que me hizo cada vez que hubo una fiesta en el club. Fiestas a las que, por timidez y vagancia, nunca fui. 

Supe pronto que Damián era un símbolo de Defensores de Glew, una de las personas más queridas. Si me intrigaba saber para qué juegan esas personas que se saben vencidas de antemano, con Damián lo supe: juegan para correr, para compartir, para conocer, para desafiarse, para ser felices. Juegan para muchas cosas que no son ganar. 

No habría sabido nada más sobre Damián si no se hubieran dado algunas casualidades: que el 28 de abril de 2013 fue domingo; que, por ser domingo, llegó el diario a casa; y que, porque tenía tiempo libre, me leí el diario entero, incluso los recuadros sobre rugby.  Y ahí lo vi: 


“Defensores de Glew suspendió su partido por la muerte de uno de sus jugadores: Damián Longo”. 

Como cuenta esta nota, Damián murió por un ataque de asma. Era muy joven y su familia lo necesitaba mucho.

Miré a Tati con ganas de contarle lo que había pasado, pero no sabía qué contarle. ¿Quién había muerto? ¿Un jugador de rugby, un contacto de Messenger, un desconocido? No le dije nada. Me quedé en silencio, con el diario delante mío, conmovido. 

Como el Messenger había caído en desuso, no tuve que decidir qué hacer con Damián: la tecnología lo eliminó antes que yo. Sin embargo, desde ese día me pregunto qué deberíamos hacer cuando la tragedia nos alcanza y se queda instalada en una ventanita, recordándonos todo el tiempo que alguien a quien conocimos ya no existe. 

¿Hay que atravesar el dolor de una vez, borrarlo del mundo virtual y guardarlo sólo en nuestro recuerdo? ¿O es mejor dejarlo ahí, a la vista, recordándonos que ya no está y nunca más nos mandará un mensaje privado; recordándonos que la vida es finita y debemos vivirla tan intensamente como podamos? 

Como todavía no tengo respuesta, cada mañana entro desesperado a internet: no para ver fotos ni para saber qué pasa, sino para asegurarme de que mis 569 amigos de Facebook siguen vivos. Y a veces pienso que, tal vez, podrían haber sido 570: ojalá también estuviera Damián.

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